En la prueba de rompimiento de tablas para mi tercer cambio de cinta de artes marciales, tres veces intenté romper la tabla con una patada circular y las tres veces fallé. No sé que me pasó. En pruebas anteriores había sido sencillo, apenas sentí el impacto de la madera en mi piel. Además, la patada circular es mi favorita, porque el impulso del movimiento debería originarse en la cadera, lo cual hace que lleve mucha fuerza. Pero en el examen, antes de tocar la tabla, mi pierna, como si hubiera sido la de alguien más y no la mía, frenaba el impulso y tocaba la madera casi con suavidad. Repetí el intento y cada vez fue peor. Me dolía el empeine, la piel ardía y amenazaba con romperse. Mi cuerpo de 45 años de repente sintió el peso de cada uno de los días vividos.
Mi cuerpo de 45 años disfruta mucho el arte marcial, pero no es sencillo coordinar los objetivos, las metas, los anhelos, e incluso el gusto, con el movimiento, porque mi cuerpo nunca antes fue entrenado para golpear ni para romper tablas.
Cuando se estrenó Karate Kid, mi padre nos llevó a ver la película a un cine de la Ciudad de México. Era el año de 1985 y en la fila, entre un montón de niños con bandanas de flor de loto amarradas en la cabeza, mi hermana y yo brincábamos emocionadas. Lo curioso fue que al salir mi papá nunca nos preguntó si queríamos hacer karate sino si Daniel-san nos gustaba. Respondimos que sí, ¿a qué niña no le gustaría? Tener un novio bonito y karateca estaba muy bien, hacer karate, en cambio, ni siquiera nos pasó por la cabeza. Aunque en realidad bien lejanas veíamos a las novias de Daniel-san. La guapa y solidaria Ali Mills, era demasiado rubia, rica y primermundista. La modosa Kumiko, con su ceremonia del té y sus danzas japonesas tradicionales, también nos resultaba distante. Y más lejanai aún fue la preocupona Jessica, casi una señora (para mis estándares infantiles de la época) que se la pasaba regañando al emocionalmente errático Larusso.
Más allá de alguna que otra cachetada indignada, ninguna mujer sacó un buen golpe o una patada en la famosa trilogía. Hasta que salió Karate kid 4, cuya protagonista era una niña. Yo ya era adolescente y podría haberme sentido identificada con July-san. Conocía niñas como ella, que siempre habían sido fuertes, ágiles y no dudaban en mostrar su enojo, hacer berrinches, escapar. Desde mi punto de vista eran problemáticas y yo ni era ni quería ser así. A mí me metieron al ballet en los talleres del ISSSTE y aunque no progresé mucho, me identificaba más con las niñas vestidas con “payasito” y mallas rosas, que con las inquietas que podían usar un karategui.
Mirando hacía atrás, pienso que el sesgo de Hollywood también fue el de la época. Daniel-san era un niño bueno al que el sabio Sr. Miyagui le enseñó karate para que pudiera defenderse de la violencia escolar. July-san, en cambio, era el estereotipo de una niña difícil, conflictuada consigo misma y con su entorno, como si las niñas, para hacer karate, tuvieran que ser problemáticas.
En Cobra kai, la reciente secuela de Karate kid, ser badass, es decir, ser “malote” o rudo, es, si no un imperativo, por lo menos deseable, para los adolescentes. En el argumento de la serie incluso vemos cómo la rigidez y los prejuicios del “buenote” de Daniel Larusso terminan haciendo tanto daño como la irresponsabilidad de su rival, Johnny Lawrence. Pero en los años ochenta uno quería ser el bueno de la película y entre los buenos y los malos de la cultura popular no se podían ver tantos matices como los que vemos hoy en día.¶ [Foto: DE]
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