Durante las décadas de 1970 y 1990 el Estado mexicano, en alianza con caciques locales y grandes empresarios nacionales e internacionales, mediante la violencia, la mentira y el fraude se hicieron de grandes extensiones de tierra a lo largo de la costa del Pacífico sur de México. Desde Michoacán, pasando por Guerrero y Oaxaca, hasta Chiapas este despojo implicó invasión territorial, represión, sitios bélicos inhumanos contra las poblaciones que no aceptaban vender “por la buena” y a precio irrisorio sus tierras, además de agresiones físicas y asesinatos.
Esta historia oscura —como todas las historias oscuras de nuestro país— ha permanecido silenciada por décadas, circulando de boca en boca, por abajito y en voz baja, a pesar de que en los Ministerios Públicos, las oficinas de Bienes Comunales, algunos registros periodísticos y hasta en instituciones públicas, como el Instituto Nacional Indígena, están los documentos con testimonios campesinos y ejidatarios relatando cómo las sacaban de sus casas, de sus huertas, de sus encierros, policías de todos los niveles y militares. El desplazamiento interno forzado —tan en boga últimamente— es un hecho violento que ha ocurrido a lo largo de siglos, ha sido el método más efectivo para el colonialismo extranjero y nacional.
El hurto de tierras tenía un objetivo a largo plazo: la construcción de una supercarretera a pocos kilómetros del Pacífico mexicano que llevara “modernidad”, “desarrollo” y “progreso” a esta zona que, según los neoliberales y economistas conservadores, sigue en el atraso —algo que discutiré en otro momento—. ¿Pero quiénes son los verdaderos beneficiarios de que se levante una vía de comunicación en, por situarme en lo específico, las costas de Guerrero y de Oaxaca?
Antes habrá que señalar que el motivo por el cual hay una carretera federal que atraviesa los estados de Michoacán, Guerrero y Oaxaca desde la década de 1970 fue para acabar con los movimientos insurgentes. Una carretera no se construye para el bienestar de las poblaciones y comunidades que la atraviesan. Una carretera se construye para que el capital, internacional, nacional y local, se multiplique a costa de la vida —humana y no-humana— de una zona.
¿Quiénes son los dueños de las gasolineras, de los autoservicios, de los supermercados y minisúpers, además de hoteles y cabañas turísticas que inundan a las ciudades y comunidades de Guerrero? Para que la riqueza del capitalista crezca es por lo que se construye una carretera, que, además de la dinámica de consumo, la generación de enfermedades ligadas al cambio de alimentación y de formas de vida, genera daños ecológicos graves por donde pasa.
Pero los municipios atravesados por las principales carreteras de Guerrero no cuentan con hospitales. Desde Acapulco hasta Puerto Escondido, Oaxaca, sólo existen dos hospitales —descuidados, sin personal capacitado, sobresaturados y sin medicinas—, su única virtud es mantenerse en pie; a esto se suma la falta de escuelas del nivel medio superior y superior que obliga a las poblaciones a migrar. Volvamos a las carreteras y al despojo de tierras.
El objetivo del arrebato de tierras hace medio siglo era construir una autopista que viniera desde el norte del país hasta topar con la frontera en Centroamérica. Este proyecto empieza a materializarse en Guerrero y Oaxaca, pues ingenieros y expertos ya toman mediciones y todos los datos necesarios para construir una vía que pasará a unos 15 kilómetros, cuando mucho, de las playas y mares del Pacífico mexicano. La colonización capitalista nunca se ha detenido.
No es que el proyecto no tenga nada positivo. Lo que critico es el discurso oficial: ya se presume la generación de miles de empleos directos e indirectos, la derrama económica, la visita de turistas y toda la jerga con la que justifican sus obras. Lo que molesta es que deberían hablar de los daños socioeconómicos y naturales que provocarán: la tiendita sustituida por el minisúper, el hotel familiar sustituido por un complejo de cabañas lujosas; los restaurantes típicos en la quiebra por no ponerse al día —quien migra no lo hace por gusto, por más que diga que su sueño de bienestar está en otro lugar, porque nunca soñó con ese futuro—. Además, la nueva ruta modificará el tránsito humano por esta región e impactará negativamente en los negocios locales, de la gente.
Lo que critico es que en toda esta franja, más de 500 kilómetros, hay sólo dos hospitales de mediana calidad y pululan las gasolineras y autoservicios, negocios que se multiplicarán en los enclaves por donde pase la nueva autopista. No habría problema alguno con este proyecto y los negocios que se levantarán, si los mismos pertenecieran a familias locales. No a políticos, a exgobernantes, a gobernantes en turno y toda la sarta de caciques que mandan en estos territorios —un diputado y exfuncionario turístico federal acaba de anunciar que para 2050 ya habrá tren en Acapulco y los ilusos lo celebran.
En lugar de carreteras, el gobierno debería equipar los hospitales ya existentes y construir más hospitales y clínicas de primer nivel. Al igual que escuelas de bachillerato y nivel superior para reducir la migración y estudiar algo relacionado con el territorio propio. A los profesionistas, principalmente en docencia, enfermería y medicina, se les ha acusado de no querer trabajar en comunidades. Dudo mucho que alguien se oponga a trabajar en un hospital de primer nivel en una comunidad con vías de comunicación de calidad. Dudo mucho que alguien se oponga a trabajar allí donde tiene a su familia a media hora. Pero el Estado mexicano y sus aliados tienen otros planes y piensan sólo en el bien de unos cuantos, en los mismos de siempre podría decirse, como a lo largo de la historia lo han hecho.
Concluyo con estas preguntas: ¿A usted le gustaría turistear por un territorio lleno de sangre, de desplazamiento humano y animal y pobreza fomentada por el mercado y el Estado? ¿A usted le gustaría turistear por una zona donde no hay hospitales?⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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