Zárraga, sicólogo y vendedor de libros
- René Rueda
- 24 mar
- 3 Min. de lectura

Un día, mientras revisaba las publicaciones de un grupo de bibliópolas del jardín San Fernando, lo vi. En una baraja de fotos, Zárraga era uno de los muchos puesteros que gobernaban tendidos de libros viejos, en el suelo o acomodados en mesas plegables; algunos se protegían del sol con sombrillas, otros llevaban carpas o lonas y unos más se envolvían en mascadas y gorros sin que les importara el enfermo fulgor de los días en la capital de México.
Zárraga aparecía con un gorro ladrón que controlaba de buen modo su pelo rizado. Llevaba aquella barba que le daba un aspecto de hombre malvado y el bigote largo que convertía su cara en una máscara de algún prócer o traidor de la Revolución de 1910. Largo y un tanto encorvado, con una pierna reconstruida a base de tornillos tras un accidente en bicicleta, Marcelón Zárraga Cesarno apareció en aquella foto tal como lo recordaba, con esa mirada ofendida, cargada de rabia, deseos y carestía.
Lo conocí hace muchos años, mientras me desempeñaba como lavabaños de la librería Mateo Porte, donde un riguroso escalafón obligaba al recién contratado a ocupar el puesto más bajo, a saber: lavabaños, al cual le seguía lavalozas, cargabultos, cuidagatos, limpiaestantes y aprendiz de librero. Uno no podía subir de puesto mientras no llegara un reemplazo, y podía pasar mucho tiempo antes de que eso sucediera. Por otro lado, la paga era poco variable, pues si un lavabaños ganaba quince pesos por hora, un lavalozas obtenía diecisiete, un cargabultos diecinueve, el cuidagatos veintiuno, y los dos más elevados, veintitrés y veinticinco.
Cuando Marcelón Zárraga llegó montado en una vieja bicicleta, servicial y agitado, yo sentí algo cercano a la felicidad en el momento en que Robinson Calvert, limpiaestantes, me dio una palmada en la espalda y me dijo: “¡Bien por ti, Juanito! ¡Desde hoy ya eres todo un lavalozas!”.
Apenas Zárraga recibió sus instrucciones, comenzó a rezongar. Se le oía quejarse por pasillos y jardineras, y más cuando llegaba el momento de lavar los baños. Un día, finalmente, confrontó a la aprendiz de librera:
—No me parece que me llames lavabaños, Lauriña, la neta es ofensivo. ¿Querías que te dijera por qué me comporto así? Pues ahí está. No sé quién decidió el nombre de esos puestos, pero no está chido que vayas y grites de pronto: ¡A ver, cuidagatos, dónde dejaste los libros del señor Armendáriz! No manches, me parece insultante. Humillante.
—Pues si no te parece, dile al jefe —contestó Lauriña y continuó con su trabajo de limpia y deslimpia libros que iban de un lado a otro de un escritorio interminable.
Duró poco Zárraga y, en su último día en la Mateo Porte, derrumbó varios libreros, abofeteó a Sánchez, el cuidagatos, y maldijo, hasta quedarse ronco, al dueño, a quien nunca bajó de usurero y explotador, puesto que, arguyó, no proporcionaba seguro ni prestaciones a sus empleados y en cambio se vanagloriaba de apoyar, hasta la muerte, al régimen de “izquierda” que gobernaba el país. “¡Señor Gerardo! ¡Usted no es ningún librero, ni tampoco un intelectual, sino un vil usurero! ¡Esto es un abuso!”, dijo Zárraga antes de salir por siempre de aquella librería.
Un tremor de incomodidad quedó flotando en el ambiente. Los clientes hicieron como que no habían escuchado, y los trabajadores asumimos nuestros respectivos cargos: cargabultos, cuidagatos, limpiaestantes y aprendiz de librera.
Tiempo después, supe que Zárraga se había desempeñado como sicólogo en un local que, por las tardes, unos amigos le prestaban cuando el propietario se marchaba. Supongo que, al calor de aquellas terapias clandestinas, entendió que algo semejante al destino caía sobre su vida y le impedía asumir la dignidad de su profesión según se manifestaba en los estatutos de la carrera que estudió: Sicología Social, en la Universidad Autónoma Metropolitana.
Entonces, sin paciencia para comprender que la buena vida mexicana es de los que pueden comprarse un lugar privilegiado mediante el carisma, la zalamería, el cuerpo o el dinero, decidió que, si bien nunca llegaría a ser un sicólogo de consultorio, sí podía convertirse en un síntoma ejemplar del malestar contemporáneo y, de este modo, se apersonó en el jardín de San Fernando con su tendido de libros, su barba revuelta y su gorro ladrón, como una eterna maldición que haría, siempre, una contralectura sobre todo aquello que las personas como él nunca podrían conseguir. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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