Estoy perdiendo la memoria de corto plazo. Los doctores, bueno, el doctor dice que es normal, que lo provoca el estrés y el no dormir bien. O bien puede ser la antesala del Alzheimer. Es normal pero no es normal.
No pude evitar afligirme. Pensé en la memoria, evité el patético impulso por definirla, sencillamente quise contemplarla. Y por algún motivo, agradecí olvidar las banalidades diarias, cosas que, en lugar de darle sentido a la vida, se lo quitan con cinismo.
Todos tenemos derecho a olvidar. Si no, dónde haríamos espacio para guardar algún verso de W. Szymborska, dónde correrían los caballos que una vez pasaron por Comala llevando fantasmas, dónde descansaría Ulises antes de seguir su viaje. No recordar el nombre de la calle donde te bajaste de la combi es sano para recordar el nombre de Wes Anderson.
Ya Borges nos dio el consuelo explicándonos lo inhumano que sería recordarlo todo. Una de las razones de ser de la filosofía es no recordar, es la frustración de haber perdido algo. Es un motivo del pensamiento. En lugar de defecto, ahora veo mis frágiles conexiones neuronales como un consuelo. Ciertos vacíos pueden ser una bendición.
Lo trágico, si me llega a pasar, sería perder los recuerdos elementales, los pilares que sostienen mis preguntas bien guardadas ¿Quién soy? ¿Quién bolció a Chuchita? ¿Qué es la vida? ¿Qué es el mal de ojo? Recuerdos en forma de duda que le dan forma a mi triste yo. De vez en vez me agüito. Ya ni me acordaba de escribir esto ni de cómo lo iba a cerrar. No importa. Si alguna vez nos vemos en la calle y no me acuerdo de ustedes, no crean que es grosería. Pero pueden levantar la mano y gritar mi nombre a la pasada, así me quedaré pensando: ¡bueno, quién es este! ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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