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  • Geovani de la Rosa

Acapulco, no me acostumbro a estar sin ti


En el verano siguiente se cumplirá una década que salí de Acapulco. ¿El motivo? Por locura, por amor, por una mujer. Cuando digo eso nadie me lo cree, pero es cierto. Más allá de todas las malas noticias que giran alrededor del puerto, ¿quién en sus cinco sentidos y amando radicalmente a esa bahía la dejaría, renunciaría al sol que oscurece la piel, al calor soportable con una cerveza en la mano, a caminar por las faldas de la Sierra Madre del Sur, a ver la lluvia acercarse, a hablar con los nanches, con los mangos y los almendros, a tener día y noche el mar enfrente?

Soy una persona nostálgica, llena de recuerdos, de momentos y de sensaciones. Me alimento del pasado, principalmente cuando pierdo la ruta: el pasado es mi eje para poner los pies en el presente y no extraviarme. A lo largo de los años pulí mi capacidad perceptiva: aromas, colores, superficies, ruidos y sabores. Extraño el olor salino que se esparce en la Costera cuando la tarde cae. Estar sentado en la playa y, sin levantar la mirada, darme cuenta que la ola me mojará, las aves extraviadas, las palmeras y los arroyos desatados en tiempos de lluvia.

Deambular de arriba abajo mientras lo nublado de una tormenta tropical o un huracán se acercan. Subirme a un camión y mirar el mar. Sé que muchas cosas que recuerdo ya no están, que se pudrieron las banquetas, los árboles y las casas, que hay personas que ya se fueron, que desaparecieron negocios, palmeras y jardines. Que el Parque Papagayo no es igual y en las playas ya no refulgen vidrios, piedritas ni conchas marinas. Que Playa Majahua es puro cemento. Que los cangrejos y animales de su tipo brillan por su ausencia. Que hay mucha mierda, exceso de plástico y las olas no tienen el sabor de hace diez años, mucho menos son las de fin de siglo. Pero quien no ha amado furiosamente a su mar, jamás entenderá que, a pesar de la destrucción masiva a lo largo del tiempo, esa bahía es mágica, hermosa y sigue estando ahí.

No he dejado de ir. Allá vive mi familia. Allá están mis amigos. Allá tengo una parte de mi vida, que nunca he desligado de los pasos que doy por acá. Allá están esos almendros que me curaron el mal de amor y las ceibas antiguas que me abrazaron cada vez que fracasé. Allá está el mar de fondo que me hizo ir detrás de la mujer con la que vivo y tengo dos hijos. Allá los huracanes que observo a la distancia. Allá, las esquinas, las plazas comerciales de escaleras eléctricas, los andadores donde hizo crack mi corazón alguna vez. Allá las cantinas fantasma, los hoteles quebrados, las calles descuartizadas, las canchas de futbol donde fui el tipo más feliz del mundo. Allá las banquetas con pasos de mis veintitantos años mientras en los audífonos sonaban rolas de todo tipo. Allá el rol, la derrota, los sueños frustrados, las peleas callejeras, la calle que me enseñó a sobrevivir, a saludar, a respetar, a firmar la paz con la nariz sangrando y los nudillos abiertos.

Desde que me vine siempre he querido regresar, pero en los últimos años dije que no quería volver a Acapulco. Volvería a Guerrero, jamás a Acapulco. No es así. Mi amor por ese mar es desmedido. Lo que me liga a Acapulco es mi cuerpo, mi historia, cada uno de mis pensamientos y cicatrices. Temo por la advertencia de que a los lugares donde fuiste feliz no deberías volver, porque el tiempo habrá hecho sus destrozos. Temo, sólo que no me importa encontrar destrozos. Durante 27 años de mi vida vi en lo que se transformaba Acapulco, hasta derivar en lo que era hace una década, hasta derivar en lo que es hoy.

Si en un momento dije que no quería volver a esas playas era porque había perdido la esperanza, no tenía fe en mí. Mi fuerza de voluntad estaba rota y me creí incapaz de lograr cosas. Hoy, teniendo a la depresión como compañía y controlada, vuelvo a confiar en mí, a tener sueños, a mirar más allá del horizonte, a tener esperanza. Quiero volver ahí y no pasará otra década para lograrlo. Qué me importa si todo está oscuro: tantas veces atravesé la bahía en medio de la noche sin temor, sabiendo que podía derrotar a lo que se me pusiera enfrente, sabiendo que era capaz y tenía cosas por hacer mientras los peces brincaban.

Ha pasado tanto tiempo desde que me vine a esta urbe a la que no me adapto, estoy sesgado por el aborrecimiento, tanto que detesto andar entre sus calles y estaciones de metro. Sólo espero que vuelva a amanecer mientras yo arrojo piedras hacia las olas, enseño a nadar a mis hijos, convenzo a la mujer que tengo al lado de que Acapulco no es ese maltrago que lleva en la memoria y las gaviotas merodean, los pescadores tiran la atarraya, las avenidas se llenan de gente y música y los árboles se acercan a platicar con su sombra y sus hojas cayendo. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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