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Roxana Cortés

Crónica y ficción: Acapulco, un collage puesto en crisis


Cuando comencé la lectura percibí que No soy un robot* sería un libro que me pondría en crisis. Quizá porque, aunque fue catalogado en el género literario de crónica, su contenido oscila en el discurso ficcional que toma como fuente la autorreferencia. Página tras página encontré que su entramado se nutría de la cultura popular, del campo literario y del orbe cinematográfico de la ciencia ficción. Desde el primer fragmento, Oliver Terrones anuncia su crónica desde la extrañeza, desde una resolución poco habitual y, por momentos, extraordinaria.

 

“Qué bueno que no soy una ciudad (…).

La crónica escrita por una ciudad usaría lenguajes ilegibles para nosotros”.

 

Propongo dos acercamientos que parecen ser un recurso intencional en el libro: su estructura —esa construcción formal de la crónica—, y el papel de las imágenes visuales en el espacio de escritura. Pienso que la estructura de No soy un robot requiere que no pensemos en la crónica como un género narrativo que se desplaza entre lo literario y lo periodístico. En su lugar, Terrones propone una suerte de collage donde se superpone el tejido biográfico de un personaje con autismo, su consumo cultural y el lugar de los acontecimientos: Acapulco. Estos tres elementos se entrelazan durante todo el libro en un tono que, si bien juega con lo autorreferencial, no se reduce a ello. A lo largo de los 31 fragmentos que constituyen el libro, la memoria personal (e intimista, por momentos) es un hilo que urde el tejido de un modo de ver Acapulco. Y cuando digo ver quiero decir comprender a través de las afecciones de un personaje. Uno que nos confiesa, “nunca conocí al Acapulco de ensueño”, y en su lugar nos conduce a un escenario simbólico donde “Acapulco es un prostíbulo”, “un circo (…) donde las cosas ocurren abigarradas al mismo tiempo”. Así, la crónica se plantea no sólo desde la puesta en duda sobre la identidad en un territorio sino desde el cuestionamiento de quien se reconoce acapulqueño pero no logra comprender esaidentidad. “Quizá nunca logre una identidad fija”, nos dice, y en cambio se adapta, en el transcurso del libro, a una “identidad flotante”.

 En la crónica del Acapulco proyectado por Terrones nos enfrentamos con un ejercicio experimental donde la memoria individual puede ligarse con la de una generación; una donde el autismo logra conducirnos a nuestro propio autorretrato psicológico y estético.

 

“Pienso en el autismo como un mecanismo vibrante de recibir información en cúmulos. La información llega de golpe a través de los sentidos y, al llegar, intenta procesarse; ahí, en la traducción falla”.

 

A partir de esta cita abordaré mi segundo acercamiento: el papel de las imágenes visuales en el espacio de escritura. Terrones, además de escritor es artista visual. Por ello en mi lectura reconozco a un escritor que trabaja con imágenes y a su vez, a un artista cuya producción vincula constantemente el ámbito literario y el de la visualidad. En esta medida emplea a la cultura de masas como una huella latente que nos une. Desde el Rey León, el Mago de Oz, Dumbo, Alicia en el país de las maravillas o Blanca Nieves, hasta los Power Rangers, Daria, t.A.T.u., Leonora Carrington, Philip K. Dick o Víctor Hugo. En su libro todo producto cultural es relacional porque nuestro consumo no nos contrapone en relaciones verticales, sino que nos liga intelectual y sensiblemente.

Quizá, en este tono, comprendo su forma de construir una crónica como quien le da estructura a un zapping: me refiero a que cada fragmento del libro puede ser dispuesto como si fueran piezas visuales, invitándonos a transgredir nuestros patrones de lectura. Viajamos de la fragmentación textual a la visual, desde un laberinto narrativo al tejido de una patología que logra conmover la sensibilidad. Entre la melancolía de un niño de seis años, el primer ataque de pánico o un intento de suicidio. Todo eso también representa a Acapulco, un Acapulco que articula su identidad por fragmentos.

Oliver nos invita a jugar con el tiempo y el espacio a través del fragmento y nos presenta lo que considero es una crónica construida desde lo visual en cuanto que la ficción y lo autorreferencial, el consumo cultural de una generación y su vivencia en el puerto se unen y desvían en un movimiento continuo. Propongo entonces que No soy un robot se lea como un collage que nos sumerge en una ciudad que está latiendo aún entre el limbo de la distopía y la utopía. Un collage porque cada fragmento del libro se dispone como un instrumento de navegación en la lectura, cercano a la propuesta dadaísta donde se dan saltos de un fragmento de la realidad a otro. Un collage porque cada fragmento de No soy un robot es un destello que nos invita a pensar las posibilidades de la escritura en acompañamiento de otras disciplinas.

Creo que Terrones muestra que es posible unir lo lúdico con el rigor que requiere cualquier género para estructurar un producto creativo. En esta medida, su libro sacude por su potencia conceptual. Aunque he omitido algunos temas que se abordan en este libro (por ejemplo, la violencia, la tropicalización, la sexualidad, las relaciones entre el cuerpo, la infancia y la imaginación), les aseguro que si algo logra es ponernos en crisis: nos aproxima críticamente a la historia de un territorio, mientras coloca en suspensión lo que pensamos sobre Acapulco y su tejido narrativo. Si “la belleza de la literatura radica en los malentendidos”, habrá que ponernos en crisis leyendo la propuesta de esta crónica. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]


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*Oliver Terrones, No soy un robot, Fondo Editorial Acapulco / Ícaro Ediciones, Premio Municipal de Literatura en la categoría de crónica, 2022, México, 52 pp.

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