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Buenas noches

  • Pepe Rojo
  • 17 mar
  • 5 Min. de lectura

Mi nombre es Pepe Rojo. Ese no es mi verdadero nombre.

Hace dos semanas, a las tres de la mañana, me desperté porque alguien golpeaba violentamente la puerta de mi casa. Mi pareja se asomó por la ventana y me dijo: “Es el ejército”. Bajé a tropezones y pregunté:

—¿Quién es?

—El Ejército Mexicano —respondió una voz sin rostro.

En algún momento abrí la puerta: una docena de uniformados, todos con pasamontañas cubriéndoles el rostro, y una tanqueta. Tensos. Nerviosos. Uno de ellos me dijo que había reportes de balazos en el área y que estaban revisando la zona. Que si podían pasar a revisar. ¿Cómo le dices que no a una docena de tipos con metralletas?

Temblando, los dejé pasar. Que quién vive aquí. Que quiénes son los vecinos. Que si tengo pistola. Que si fumo yerba. Que si pueden revisar el piso de arriba. Les digo que soy profesor universitario, pero omito mencionar la Escuela de Humanidades. No vaya a ser. Abrieron cajones, revisaron el bote de ropa sucia, se asomaron a los cuartos, menos al de mis hijos, quienes por suerte durmieron durante toda la escena. Al final, se fueron, no sin antes dejarnos un teléfono, para que no le habláramos a la policía, sino a ellos, si notábamos algo raro. Algo más raro que el Ejército revisando mi casa a las tres de la mañana.

Huele a miedo.

Buenas noches. Mi nombre es Pepe Rojo. Ese no es mi verdadero nombre.

¿Ya dije eso?

Me dedico al entretenimiento de la clase media y media alta. Doy clases y escribo. Y hoy sólo traigo una pregunta en mi cabeza, que me gustaría compartir con ustedes:

¿Cuánto cuesta olvidarme de mí?

Me invitaron aquí, al Gato Negro, al igual que a mis distinguidos colegas, a leer algo de lo que escribo.

Los escritores son tipos solitarios, a los que les gusta estar encerrados en sus cuartos. En ese sentido, todo escritor es un masturbador. Le gusta meterse solito a un cuarto y jugar consigo. Luego, nos invitan a decirles las cosas que pensamos a solas, los juegos con los que nos distraemos de este lento, aburrido y larguísimo suicidio que confundimos con la vida.

Por eso un escritor no llega aquí con aspiraciones literarias, nooo, un escritor viene aquí con aspiraciones más altas, como todo ser humano. En algún lugar de su cabeza y enterrado en diferentes profundidades, hay un deseo que a veces sale a gritos y a veces es tan sólo un susurro: hoy voy a coger.

Señoritas, señoritos, ¿cuánto cuesta olvidarme de mí?

Huele a escritor.

Y todo por eso. Todo por esos pinches segundos de olvidarse de sí mismo, de desaparecer. Para eso quiere uno sexo: para callarse, para no estar, para que el mundo se detenga por unos instantes y sólo exista el silencio, shhh, todos callados.

Una caída, una placentera derrota, una ausencia, una interrupción.

Huele a sexo.

Buenas noches. Mi nombre es Pepe Rojo. Ese no es mi verdadero nombre.

Es muy cansado ser uno mismo todo el día.

¿Cuánto cuesta olvidarme de mí?

Dicen que, en este simpático país, en el transcurso del año pasado, más de 5 mil 500 personas murieron en crímenes relacionados con el narcotráfico.

Señor dealer, ¿cuánto cuesta olvidarme de mí?

Y pienso en instalaciones. 5 mil 500 cadáveres, 1.70 metros promedio, 9 kilómetros 350 metros de muertitos. Podríamos empezar en Tijuana y tender sus intestinos en la carretera, apuntando hacia Cancún y de regreso. O hacia el norte, hasta Anchorage, Alaska, y de regreso. O hacia el sur, hasta Bogotá, Colombia, y de regreso. Aquí.

Cinco mil quinientos cadáveres, pudriéndose en el sol, en la lluvia.

El narcotráfico es la actividad neoliberal por excelencia.

El mercado manda y se regula solo. La oferta y la demanda son el corazón del bienestar. Por eso el narcotráfico es la empresa transnacional más importante del país. A trabajar, cabrones. A escribir, escritores. A bailar, ficheras. Producción, distribución, consumo. La ilegalidad es sólo un dato curioso ante la lógica cultural de nuestros tiempos. Bush, Obama, Felipe Calderón y los Arellano Félix comparten sábanas ideológicas.

En la carretera internacional, allá en Tijuana, había un retén, donde los soldados se asomaban a tu carro. A lo lejos, a espaldas del Ejército Mexicano, una camioneta de la migra observaba el proceso. Hay una lógica perversa. Normalmente, las fuerzas del orden de dos países cruzan miradas en la frontera, se miran los unos a los otros. Pero no aquí, aquí todos observan en la misma dirección. Están de acuerdo en el origen del problema: nosotros.

A lo mejor somos culpables.

A lo mejor estamos enfermos.

Huele a muerto.

AVISO IMPORTANTE: Es de interés público que no nos toquemos, que no nos besemos. No nos vayamos a contagiar.

Buenas noches. Mi nombre es Pepe Rojo. Ese no es mi verdadero nombre.

Todo contacto humano es infeccioso.

Estamos enfermos de nosotros mismos.

Y nos enamoramos de nuestra enfermedad. Sostenemos un tórrido romance con nuestros tumores y nuestras infecciones, con nuestros vicios y nuestras historias, con nuestros miedos y nuestros deseos, un tormentoso romance que en la mayoría de los casos dura toda la vida.

¿Cuánto cuesta olvidarme de mí?

Y por eso escribimos, para compartir nuestra patología, para deshacernos de ella un ratito. Para infectarnos mutuamente y volver loca a nuestra enfermedad, confundirla un rato, despistarla. Para infectarnos de palabras con la esperanza de perderlas, para construir castillos en el aire, la tonada de una canción que oíste cuando eras niño y todavía no te dabas cuenta de lo mierda que puede ser este asunto de estar vivo, antes de esta comezón en la entrepierna, antes de niño-niña, antes del mete-saca-mete-saca, antes del dinero y de los números y de las letras.

¿Cuánto cuesta olvidarme de mí?

Huele a deseo.

AVISO IMPORTANTE: Alguien te robó el futuro.

Y aquí seguimos, confundidos con nuestros síntomas, contagiados de nosotros mismos. Bailando.

Baile de dinero, baile de palabras, baile de vaginas, baile de tetas, baile de cadáveres, baile de billetes y monedas, baile de miseria, de necesidad, de deseo: el único baile en el pueblo.

Buenas noches. Mi nombre es Pepe Rojo. Ese no es mi verdadero nombre.

Somos zombies de nuestro material genético. Somos zombies de nuestro sistema político y económico (y gritamos: “¡la crisis! ¡la crisis!”, “¡el virus! ¡el virus!”, como japoneses que se encuentran a Godzilla). Somos zombies de nuestro material cultural. No hay nada más sobrenatural que prender un foco, que hablar por teléfono celular, pagar por coger, creer en la democracia o cortar la cabeza de alguien para usarla como correo. Lo sobrenatural es que hablamos.

Lo sobrenatural es que nos preguntamos cómo y por qué nos hacemos daño. Que intercambiamos nuestras enfermedades. Y que escribimos de eso.

Vamos, pues. Negociemos nuestra ausencia. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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