Hace algunos años hacíamos cartas. Era una forma de comunicarnos. En una hoja de papel escribíamos intentando hacer la letra lo más legible posible para mantener una relación epistolar con otro de manera íntima.
Trazabas sobre papel en blanco el mensaje. Esas grafías que pretendían transmitir algo en un diálogo comprensible. Luego doblabas la hoja en cuatro partes para guardarla dentro de un sobre donde se escribía el remitente y el destinatario. Se tenía que comprar unos sellos postales y pegarlos. Muchas veces se pasaba la lengua por atrás del sello. Esa te dejaba un ligero sabor amargo en la boca. Luego se iba a la oficina de correos y se depositaba en un buzón. Después la espera. Una larga espera como la de ese viejo coronel que aguarda le llegue una carta que nunca llega.
No escribí muchas. Me tocó la era del teléfono y luego del internet, y hoy del celular y el WhatsApp y todas estas redes sociales. Cuando esto sucedía, es decir, cuando escribí una carta, era muy especial. Iniciar un diálogo postal con otro desde distancia remotas, tratando de mantener una comunicación a través de las letras. Sentir ese pulso de las grafías. Cada letra es una huella personal. Las líneas, círculos, borrones, nos hablan del otro que escribe. Ahí también se manifiesta la personalidad.
Iniciar con Querido amigo, o amiga, te escribo desde un lugar remoto, para saber de ti…. Y así comenzar a charlar en un monólogo que se podía prolongar por hojas y hojas, o en dado caso en unos cuantos párrafos, si no se tenía mucho que decir. Imagino las cartas de Monterroso, tan breves como sus cuentos: Hola, al despertar aún pensaba en ti. P.D. Te recuerdo. O las grandes misivas de Tolstói o Dumas.
Hoy toda esa evolución de las cartas han pasado por las tablillas de arcillas, los pergaminos, al papel, hasta los soportes electrónicos, como el email y las aplicaciones de mensajes instantáneos. Todo se ha convertido en una ligereza del mensaje. Lo superficial de la comunicación. Si escribir antes una carta era un proceso que requería de tiempo para acomodar las ideas y ser más claro, hoy los mensajes son vertiginosos y tan efímeros que se pierden en la cantidad en que llegan al celular, con ese timbrar o vibración que nos mantiene siempre a la expectativa. Ansiosos.
Ahora por correo sólo espero libros que compro por internet en esa ironía moderna de lo complejo y extraño. Los libros los pido por Facebook con mi dealer de libros raros. Deposito el dinero en el cajero, le tomo una foto al recibo y lo mando por Messenger. A la vuelta él me envía los libros por el servicio de Correos de México. Algo así es a lo que podemos nombrar como lo posmoderno en la época de lo global.
No recuerdo cuándo fue la última carta que envíe, ni a quién. Tampoco recuerdo la última que recibí. Hoy mi teléfono celular se satura de mensajes. Mi bandeja de entrada de mi email está llena de anuncios para adelgazar, para ahorrar, para comprar productos innecesarios pero seductores.
La mayoría de los mensajes que llegan a mi WhatsApp son memes, tik toks, cadenas aburridas, saludos breves de familiares, de amigos. Algún mensajes equivocado que luego es borrado. Los mensajes que envío son igual de breves. Llenos de stickers, gifs, emojis. He descubierto que me he quedado sin ideas. Mi lenguaje se limita a monosílabos y a la torpeza de mis dedos que suelen escribir de manera ilegible. Mensajes en clave que nadie comprende. A veces ni yo. Ya no se reflexiona. Lo que domina es la prisa. Del vértigo de la comunicación absoluta a la rapidez estúpida de no decir nada. ⚅
[Foto: Vanessa Hernández]
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