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  • Alejandro Badillo

Contra los destructores del idioma


En días pasados Pablo Boullosa, estrella de la televisión cultural mexicana, escribió en su cuenta de Twitter: “Entiendo que un propósito del ‘lenguaje inclusivo’ es no ofender, pero sepan que algunos nos sentimos ofendidos cuando se deforma a la lengua española. Así que lo de ‘no ofender’ está llamado al fracaso”. Como era de esperarse, llovieron las críticas al también colaborador de TV Azteca. En el intercambio, Boullosa llegó a afirmar que el islandés está “congelado en el tiempo” y, no obstante, “es un país con envidiables niveles de vida y de justicia”. La relación entre estos dos elementos no existe, sin embargo, el conductor no rectificó. En un mensaje posterior dijo que países como Canadá —antes ejemplos de libertad de expresión— obligan o podrían obligar a que los ciudadanos usen el lenguaje inclusivo. No ofreció ninguna prueba de esto más allá de su dicho.

Se ha hablado mucho del llamado lenguaje inclusivo y parece un tema agotado hasta que alguna figura pública vuelve al ring de la polémica. No voy a ahondar en lo que ya ha sido abordado por lingüistas. Sólo diré —como se lo hicieron saber a Boullosa en las redes sociales— que el lenguaje inclusivo no tiene como fin normar al idioma sino provocar a una sociedad que, de muchas maneras, aún discrimina a mujeres y minorías sexuales. El hecho de que el conductor de televisión se haya sentido ofendido, evidencia que ha cumplido su misión. Es como ir por la calle, mirar un grafiti en una pared y señalar que esa expresión es ilegal; contaminación visual para el paseante que añora mejores tiempos. El autor de la pinta se sentiría orgulloso de esa afirmación, pues la vocación del grafiti es, justamente, molestar, apropiarse de espacios que son negados a la población periférica que nunca tendrá acceso a los centros de alta cultura o lo que una élite entiende por cultura. Por supuesto, el mercado puede asimilar los gestos surgidos de lo popular para transformarlos en un producto aséptico y despolitizado —pensemos, por ejemplo, en el rock—, sin embargo, eso no debería ser pretexto para condenar todo lo que va en contra de lo que algunos llaman “las buenas costumbres”.

Hay un elemento interesante que sirve de contexto a la molestia de Pablo Boullosa: la defensa a ultranza de “las buenas letras” y el regreso a la cultura clásica como única respuesta a los dilemas planteados por el posmodernismo, la dictadura de la imagen y lo que Guy Debord llamó “La sociedad del espectáculo”. Lo clásico, aquello que ha perdurado en el tiempo, es una herencia que se debe valorar; sin embargo, pretender que la sociedad es estática no sólo es ingenuo sino evidencia un talante conservador. La realidad social no va por un lado y la lengua por otro, como también afirmó Boullosa. Al contrario: una influye en otra de maneras complejas y que a él le parecen, al menos en el tema del lenguaje inclusivo, amenazadoras. En el breve ensayo Socialismo y cultura, Antonio Gramsci menciona el falso intelectualismo que se erige como barrera entre los que detentan el saber y los exiliados de ese mundo. También afirma que la cultura no surge de forma espontánea sino aparece con plena conciencia y en contra del statu quo. En un ámbito en el que la uniformidad de pensamiento es la regla, el lenguaje inclusivo es un intento por visibilizar identidades que, aún en nuestros tiempos son segregadas. No es una varita mágica, por supuesto, y la lengua no es la realidad, pero demonizar nuevas formas de expresión evidencia más a los inquisidores que a sus hablantes y sus límites e, incluso, sus contradicciones. Vivir en una torre de marfil, para usar la alegoría del hombre sabio y alejado del mundo, puede hacer que el conocimiento sea estéril. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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