Debió ser a partir de los noventa cuando en Chilpancingo se abrían los primeros cursos de verano. La institución convocante era el antiguo Instituto Guerrerense de la Cultura. Si mi memoria no falla, se ofertaban cursos de pintura, de danza folklórica, de algunas manualidades. Todo sucedía en el teatro María Luisa Ocampo. Yo empecé a ir desde muy pequeña, quizá por insistencia de mi padre. Con el tiempo otros espacios también se animaron a crear cursos: en el CREA, en la Biblioteca central. Pasé por todos los que pude.
No me gustaba la escuela. No puedo decir que era una niña aplicada. Si hubiera podido decidir, creo que hubiera dicho que no deseaba ir. Me gustaba aprender, eso sí. Pero la escuela no. No solía tener amigas. Era demasiado tímida, demasiado ensimismada. Asustadiza. Pero tampoco me gustaba estar en casa. Allí mi familia se expandía y sin saber ni entender, yo, que era la hermana mayor, me volvía adjunta de mi madre. Los veranos representaban días de encierro, días de estar con mis hermanos que eran demasiados pequeños para convivir o compartir.
No sé cómo sucedió exactamente, pero de pronto me vi eligiendo a qué curso de verano asistir. Escogí el de pintura. Recuerdo el aroma de los óleos. Al profesor, de quien no recuerdo el nombre, con su gran bigote negro. Los años que llevo incursionando en la pedagogía me respaldan para decir sin tapujos, que dicho profesor no tenía ni una mínima consideración pedagógica. Nos recuerdo en los jardines del teatro María Luisa, bajo la sombra de los árboles reverdecidos, pasando el rato entre pinturas. Escuchaba a lo lejos la música y el zapateo del grupo de danza. Acaso fui durante tres años consecutivos al curso. Con el tiempo dejó de parecerme interesante pintar patitos amarillos sobre fondos azules o quizá descubrí otra oferta en la Biblioteca Central.
En la biblioteca tomé cursos de manualidades; de cartón corrugado, de flores enceradas, de dulceros con fieltro, de corte y confección. Creo que eran más accesibles en términos económicos y me quedaba más cerca de casa. Mis circunstancias escolares ya habían cambiado. Estaba en la secundaria y había encontrado amigas. Incluso las invité a los cursos en afán de seguir viéndonos durante las vacaciones bajo el pretexto de asistir. Era amplia la oferta de actividades en la Biblioteca Central, pero ninguna era referente a los libros.
Me gusta mucho aprender. Siempre estoy buscando talleres, actividades a las que inscribirme, espacios no necesariamente de verano. Con la pandemia el panorama de la oferta pedagógica se amplió. Ahora se anuncian por doquier actividades a distancia. Soy una adicta. Me justifico argumentando que necesito actualización constante por mi trabajo como docente. No quiero terminar como aquel, mi profesor de pintura de cuyo nombre no me acuerdo. Que no se diga de mí que no tengo una pizca de formación. Me gusta enseñar, tanto como aprender.
Un curso de verano sirve para entretener a los hijos durante las vacaciones largas. Un curso de verano es útil para mantenerlos ocupados mientras sus padres trabajan, pues a menos que sean hijos de maestros, sus vacaciones no coinciden. Un curso de verano es una probadita de actividades diferentes a las que se acostumbran en la escuela. Es olvidarse del sistema de aprendizaje escolarizado e intentar uno más ameno, más centrado en la diversión.
La semana pasada tuve el honor de coordinar uno a unas cuadras de mi casa en la Ciudad de México, estaba dirigido a niñas de 11 a 14 años, estaba por supuesto centrado en los libros. Cuando N. me invitó no lo dudé ni un segundo. Encontrarla a ella y a la colectiva Nänä ha sido como un remanso de ternura e ilusión en la vorágine de la ciudad. Tuvimos que elegir y descartar varias temáticas que deseábamos abordar. Repasar los libros que conocemos. Pensamos en las edades que atenderíamos, qué les interesa a las niñas de esa edad, de qué les gustaría hablar, cómo abordar cada tópico. El curso era breve, de una semana apenas, la duración de dos a tres horas, no más. Ya en el trayecto hicimos actividades de integración, leímos, hablamos, dibujamos, bailamos, jugamos con burbujas, actuamos. Cada mañana de la semana pasada volví a ser niña. Recordé el aroma del óleo de mis veranos de infancia, la música a lo lejos. No estaba bajo los árboles del teatro María Luisa Ocampo en Chilpancingo. No estaba en la Biblioteca Central y sin embargo estaba ahí.
Este texto no parece, pero es una invitación a pensar los cursos de verano como esos primeros acercamientos insólitos que pueden tener las infancias con el arte, con el deporte, con las manualidades. También es una oportunidad para recuperar el gusto por aprender, ya libres de las ataduras del sistema escolarizado formal, que está mediado por la competencia, por el reconocimiento y la validación institucional. En un curso de verano no hay calificaciones, en un curso de verano domina la diversión, en un curso de verano el aprendizaje está centrado en la experiencia. Debería ser así todo el tiempo, pero no lo es. El verano con sus vacaciones da paso a esa oportunidad. Ojalá los cursos fueran menos caros. Ojalá todos los niños y niñas disfruten de sus vacaciones, con curso de verano o sin él. ⚅
[Foto: David Espino]
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