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Hugo César Moreno Hernández

De la banalidad del mal a la negrura de la nada que es el existir humano


En 1961, en Jerusalén, se enjuició al ex teniente coronel de las SS Adolf Eichmann. Éste fue observado y analizado por Hanna Arendt. En el análisis le sale al paso la cualidad banal del mal, es decir, la banalidad de mal, esa cualidad que desviste a la maldad de monstruosidad, que aleja la maldad de la oscuridad y la localiza en la vida cotidiana, en las maquinarias burocráticas y en la obsecuencia del zombi funcionario (militar, policiaco, médico, mecánico, robótico) capaz de actuar sin intención, sin rubor y sin pasión.

Una de las conclusiones que podríamos sacar de Eichmann en Jerusalén, es que los monstruos poco aparecen a la hora de entender la maldad. Sí, podemos, como una forma de tranquilizarnos, mostrificar al enemigo número uno de la sociedad. Ponerle cuernos, convertirlo en Satanás, que se convierta en hombre lobo insaciable. Podemos imaginar al peor de los asesinos (hoy por hoy podría ser un sicario de los zetas) constituido por pura negritud infernal. Sin duda, nos estaríamos equivocando.

En Perros melancólicos nos hallamos con la vocación del género negro para dejar emerger la banalidad del mal. Si bien, según el canon, en el género la maldad se halla en las cimas manchadas de bajezas sociales (los grandes capos, los poderosos malévolos corrompidos por el poder y una fuerza individual superior por su nimiedad y con una moral no tan superior pero legitimada por buscar la verdad y el bien), en el caso de la práctica latinoamericana es notable que esto sólo vale como sátira, como burla de los sistemas de impartición de justicia, huérfanos de la parafernalia televisiva estadounidense (hay un caso risible por patético en nuestro México de la guerra contra el narcotráfico, con una serie televisiva tendiente a hacer de soporte mediático al inefable sistema de prevención, persecución y resolución del delito) y víctima de su forma de operar.

Los cuentos compilados por Mauricio Carrera cubren el espectro implicado entre el polo del detective duro, pobre y vencido que siempre tiene a la justicia como elemento vital y la vida diaria, indecible por aburrida, donde las maldades son tan normales que de poco sirve preguntarse si uno mismo es tan malo como para pervertirse en la costumbre de la vileza. En Perros melancólicos hay guiños potentes sobre este asunto. Sergio García Díaz nos lleva al pasado de su detective barrial Regueiras, para dejarnos ver el momento justo en que decide aclarar los crímenes que la policía olvida.

Es la muerte y su belleza, la muerte y su banalidad, la muerte y el dulce terror que nos acomete cuando la distinguimos entre los vivos. Una mujer muerta lleva a Regueiras por el camino de la detectivesca en un país sin justicia (ni social ni jurídica): “La imagen lo había excitado y a la vez el cuerpo de la muerta le daba miedo”. Esa mezcla define con claridad la manera en que lo negro de la entidad humana está siempre presente, en vigilia y en el sueño, Eros y Tánatos en fornicio perenne que constituye a lo humano en su goce oscuro. La muerte siempre está con “un rostro a medio camino entre la puta y la reina”. Es santa y blanca y negra y se le ama. Se le teme y se le recibe.

En uno de los mejores cuentos de la compilación, el del mismo compilador, Mauricio Carrera, la muerte como presencia cotidiana viste de rojo las páginas para deambular por las calles, tugurios y table dance de Ciudad Juárez. Si bien Carrera no se aleja de los límites del género, sí construye una historia verosímil, es decir, se coloca del lado de una historia policiaca creíble en el suelo mexicano. Primero, no inventa un detective (cuando se inventa un detective en suelo mexicano, éste debe ser excesivo hasta lo ridículo, como lo hace Gonzálo Martré, por ejemplo, en el Cadáver errante, esto, porque son imposibles, son puramente literarios), sino a un reportero frustrado porque es un escritor dedicado a reportero nomás para comer.

Segundo, lo pone a buscar la nota y en el trajín queda en el fuego cruzado de las instituciones malévolas. Si bien queda claro que el mal está encumbrado, también se deja ver su banalidad al existir como sistema: bares con putas chorreando soledad, cholos con tatuajes dibujando exclusión y cabezas tratando de hallar explicaciones al barullo de balas. En un análisis sociológico, con un remate derridiano, Marina, el personaje femenino de Aretes, Carrera nos ofrece un diagnostico sobre la maldad que sufre Ciudad Juárez: “Es todo. La globalización, la nueva esclavitud, la pobreza, la falta de educación. Un laboratorio social de lo porvenir: o mejor, de lo peor-venir”.

Derrida decía, a propósito de la democracia, que ésta siempre está por venir, porque es el porvenir. Eso es demasiado optimista (sí, creo que Derrida era sumamente optimista), porque carrera tiene razón: la violencia que hoy vive Latinoamérica es un reflejo del futuro, de las instituciones que produjeron un tipo como Eichmann: un burócrata del mal que sólo hacía su trabajo, como todos, nunca un monstruo. “El problema es el sistema. Este pinshe y jodido país”. El sistema nos armará campos de concentración para darnos seguridad. Por supuesto, los habrá de lujo. Entonces, la hermosa frase “Yo que conozco de todo no conozco el mar”, que pone Carrera en labios de una mujer ajada por una profesión maligna, será tan común para los del centro, como absurda para los porteños.

En el otro extremo del espectro está el cuento de José Librado Porras Vallejo. Un hombre encarcelado (no sabemos por qué y, en realidad, no importa) muere de amor o por amor. Su mujer ha buscado medios para darle de comer a los hijos y él se siente traicionado y con el honor desvencijado. Ella es un monstruo, una malvada, una puta y “al decir “es una puta”, lo embarga un dolor íntimo”. Aquí no hay balas ni sangre, la negrura está en ese dolor íntimo de los personajes, ese dolor de la pérdida y la traición. El cuento hiere con su dureza y con su desenlace permite sentir El perdón que debiéramos darnos por ser humanos.

Otro cuento que deambula por esas negruras del corazón y el desamor es La culpa fue de Daniel Santos de Mercedes Varela. La vida común donde el amor y la violencia se entremezclan bajo un techo y cuatro paredes, el aroma a hogar envilecido y la resolución del problema encuentran culpables. Sin duda, cuando convertimos en monstruo al malvado lo hacemos para alejarlo del género humano, para suponerlo inhumano; sin embargo, la gran tragedia de lo humano es no poder separarse de su ser: todo lo posible es humano. Y Daniel Santos es culpable porque hace posible desprenderse de la pesadez del existir, de la nada que es existir: “Era el culpable de que yo guardara este amor en un lugar en donde la simpleza de la cotidianeidad no lo pudiera desgastar”.

Así pues, entre balas, narcotraficantes, la sicaresca colombiana (retratada contextualmente a través del lenguaje en Tan enseñaos a matar de Gustavo Gómez Vélez), amantes separados por celdas, relojes como marca, cardenales maricones, nanotecnología, y un par de yaquis enamorados de la misma mujer, pero más amantes de su honor, contado esto por el decano Gonzálo Martré a quien en gran medida está dedicada esta compilación, queda como signatura del género y cómo pregunta central para quien decide escribir policiaco, negro, rojo o violáceo como cadáver, el cuestionamiento que se hace Eddy Tenis Boy en el cuento de Eduardo Villegas que impone título a la antología “¿cómo te haces un lado, si tú también vas en el coche de la desesperanza?” Como respuesta quedan estos cuentos. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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