[Y enfrente,
el contemplador de ambos fracasos.
Y también del fracaso
de contemplar el fracaso.
-Roberto Juarroz]
Muchos dirán con una sonrisa Colgate que el fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia. Ahí sentados en su sillón reconfortarte leyendo libros de Og Mandino y Coelho, de que no existe el fracaso, salvo cuando dejamos de esforzarnos —claro el esfuerzo en este sistema capitalista lo es todo—. Los que renuncian, nos dicen, son más numerosos que los que fracasamos y que cada intento es levantarnos, que ahí en cada rutilante fracaso se encuentra el condimento que da sabor al éxito, que debe de conservar el aroma de una sabrosa Big Mac con pepinillo y salsa de tomate.
En el fracaso hay algo de romántico. Una idea absurda del que pierde una pelea se levanta; aprende de la golpiza dada por su oponente. Se pone a correr por la calles como loco, a pegarle a reses muertas, atrapar gallinas y regresar para noquear al oponente. Que de seguro en ese tiempo se la pasó jugando X-Box, esperando su trágica derrota, para iluminar el éxito del otrora fracasado, que levanta los brazos como un gran campeón. Todo esto, claro con soundtrack chingón. Si no no sabe.
Se dice que el fracaso le enseña al hombre algo que necesitaba aprender. Que ese hombre le dedique diez años de su vida a una empresa que se viene abajo porque hubo una recesión económica que perjudicó al país, por los malos manejos en la bolsa de valores, las especulaciones, la pérdida de la confianza de los consumidores y las empresas. En ese caso y en muchos más el fracaso de uno muchas veces depende de otros. Que no nos vengan con el cuento ese de que el fracaso indica que alguien trató de superarse, y que fortifica a los fuertes.
Cuando algo funciona sale muy bien, todos son triunfadores. Que ganó la Copa nuestro equipo (si tu ni juegas), pero ahí vamos de orgullosos representantes de la victoria, de la gloria, pero si se pierde en tanda de penales, que el orgullo se vaya al carajo, pinche equipo mediocre. Por eso se dice “el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano”.
Que fracasar es una experiencia, pero ya agarró la cosa esa de ser tan habitual, tan permanente, como experiencia ya pasó a ser algo más familiar, sólo ha venido a demostrar que fracasar es una constante, que de tan huérfana ya agarró un padre, y que no lo suelta la ingrata.
En alguna ocasión escuché que “algo peor que el fracaso es el no haber intentado nada. Hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria”. De intentos todos, desde la infancia, en la escuela, con los amigos, en la disco, en la alameda, en los concursos de literatura, en el trabajo. Y de derrotas todas, que no nos jueguen más con esas frases hechas para animarte a continuar insistiendo a seguir fracasando, pero con la alegría de un enterrador en tiempos de guerra.
Nuestros fracasos no son nuestras enseñanzas, son nuestra naturaleza. El dogma imperante de nuestro sistema social. Fracasamos porque el fracaso se nos está impuesto, es una sentencia obligatoria y permanente. Aquí nadie gana. Es el drama natural de nuestra vida. Somos los deslíñanos Margarito jugando de manera indefinida para perder. Somos la selección nacional esperando el quinto partido, manteniendo la esperanza entre mentadas de madre y gritos de PUTO, porque de victorias nada, de derrotas todas.
Cada fracaso nos enseña que necesitamos aprender que hemos sido sólo víctimas del éxito del otro, de nuestro deseo de ser el otro, del anhelo de poder tener lo que el otro tiene, y nuestro fracaso es ser nosotros y no el otro.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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