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Refugio Pereida

El departamento

Las dos habíamos sido echadas de nuestro trabajo. Después de varios años, volvimos a coincidir en el Palacio de Minería. Acudió a una lectura de varias poetas. Entonces me ofreció su departamento sin renta para que yo pudiera vivir sin presiones. Lo limpió, me dejó un cenicero y ropa de cama que tenía la tenue huella de la amistad.

Durante las tardes, el sol que descendía a los pies de la ciudad doraba la sala. Sus paredes resplandecían como si de pronto los tesoros de Las mil y una noches hubieran sido descubiertos por la mirada de un vagabundo.

Así era mi mirada cada tarde. La sorpresa me hacía preguntarme: ¿Cómo es posible que yo mereciera tal maravilla? Cada noche, dudaba antes de dormir si era verdad que la luz del oro se me revelara a mí, una mujer simple.

Me han dicho que si de noche ves una lumbre, ahí, en sus raíces se encuentra un tesoro. Un periódico ha contado que en el lugar donde nací se han hallado siete.

Tuve la certeza que el resplandor que encontraba cada tarde, era una fortuna, ajena, sin embargo siempre me maravillaba. Alguna vez la belleza llegó a este departamento. Pero es sabido que ésta no es bondadosa, tenía mucha soberbia.

De vez en cuando volvía a aparecer. Su resplandor, de verdad, me hacía cerrar los ojos. No lo podía soportar. No era mi imaginación. Aunque mis párpados bajaban hasta evitar que mi mirada percibiera cualquier objeto, podía ver cómo se iluminaba ese departamento. Se hallaba mirando los celajes detrás de los edificios que alojaban los tribunales donde la justicia sigue siendo ciega. Observando el horizonte donde se quebraba el sol.

Tuve otro trabajo y otro más, que fueron los más hermosos de mi vida. De la nada, tenía la desconfianza y luego el amor de mis compañeras y compañeros.

Un jefe me sacó de un proyecto en el que había trabajado mucho porque su amante se lo pidió. Ella era un auténtico ángel azul. Un día la vi en minifalda cuando había ido por unas copias a la impresora de uso común. Era un portento. Hasta yo me hubiera expulsado de cualquier proyecto.

¿Acaso importa algo más que la belleza? Sí. Lloré mucho. Pero seguí trabajando. Hasta que encontré a D. , una joven reportera. Me contó que había encontrado mucha felicidad en un laberinto lleno de libros. Pero un buen día pensó que tenía salir de ahí para hacer y ser algo más.

Este último trabajo me hacía muy feliz. Pero, el sueldo apenas me alcanzaba para pagar mis gastos que eran muy básicos. Demasiado básicos. Era mi “Laberinto”. Y esa joven reportera me había dejado una gran enseñanza. Tenía que abandonar mi propia cueva. Renuncié.

Desde el sexto piso, la ciudad se sentaba a conversar conmigo. La hermana tendía sus cobijas en una esquina de un HSBC, su cuerpo mostraba rastros de los días sin un baño. Tomaba agua. O eso parecía. Su cabello tenía rayos dorados y a veces se maquillaba con un labial color rosa Barbie.

Los árboles de orquídea mostraban en sus testas flores rosas durante los meses de mayor frío. El edificio del Servicio Médico Forense estaba estoico.

Se escuchaba a las sirenas de la policía de las ambulancias, o alguna serenata con mariachi; a la voz de José José. Y yo cantaba:

Fui un náufrago de mí

nocturno de dolor

angustia polvo y nada.

Soy, soy aquel que se perdió

buscando la razón

del alma y las estrellas.

El canto de El Príncipe de la Canción venía de un bar a donde llegaba la abogacía honesta y la más rastrera.

Un amigo, alguna vez, me comentó: “No he visto una Doctores de delincuentes”.

Siempre sentí respeto por esta colonia. Bueno, a principio debo confesar que me intimidaba. Poco a poco la caminé sin ninguna preocupación. Después un “viene-viene” me advertía: “No deje su carro aquí. Ayer detuvimos a un ladrón y se llevó una madriza”. Pero, hay más…

Con esas palabras me advertía que me había salvado pero que eso no iba a suceder en adelante. ¿Aviso o amenaza o condescendencia?

Mis manos tienen ya las flores de la muerte (como me lo había dicho Carlos López). Es decir, se encuentran manchadas. Mientras limpiaba la cocina las pude observar.

Para devolver el departamento sentía la necesidad de dejarlo en orden, como me lo habían entregado. A pesar de que ya no lo podía habitar, no quería abandonarlo. Pero, mi amiga había pasado por una huelga histórica, y su renta, bien le podría dar dinero para ayudarse. Debía dejar el departamento de un sexto piso donde varias noches vi el resplandor de la belleza.

Mientras limpiaba la mesa, la cabecera de la cama, las puertas descubrí que ese lugar había sido mi hogar. Un sitio amable. Un claro de luna. Una frazada tibia. Limpié los objetos con delicadeza, casi con ternura.

Cris llegó, pero aún yo no terminaba el aseo. Así que acordamos que yo la iría a buscar a su casa. Para cuando hube echado la basura en los botes del sótano ya había oscurecido. Subí al departamento. Quería quedarme una vez más ahí para ver la ciudad, sus luces, sus árboles, sus transeúntes.

Mi amiga estaba embrollada con los asuntos de la cena para su familia. Le propuse que la entrega de las llaves fuera a la mañana siguiente. Aceptó.

Pude sentarme en el sofá, mirar el horizonte, sus árboles iluminados y recordar el resplandor que dejaba el sol de la tarde. O aquel resplandor que me dejaba ciega.

Luego de fumar algunos cigarrillos, me dispuse a dormir. Sin mi ropa de cama que ya había llevado a mi nueva casa, tomé las sábanas que me había dejado Cris. Habían permanecido en el closet desde que llegué y aún tenían un suave aroma. Me abracé con su calidez y el sueño dejó que la noche meciera su resplandor en la luna. ⚅

[Foto: David Espino]

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