…dame, dame el poder,
dame, dame todo el power…
[Para Ulises, por el periodismo y otras complicidades]

La potente chismografía difundida profusamente en los últimos dos siglos —años más, días menos— sobre el místico potencial del libro como santo y seña del saber, como llave de un óptimo vehículo para conocer, aprender, ser mejores, progresar y ser libres es abundante, e ineficaz —arguyo, en una dialéctica línea de ocurrencias onánicas, que escribo y pergeño en solitario y a diez dedos—, sobre todo porque el libro en sí es impotente, es mero objeto, res muerta, naturaleza inane, entelequia elitista, onanismo neoliberal.
El libro no es la lectura; el libro implica un acto en potencia, una de cuyas irrefutables consecuencias podría ser su lectura y, tras ésta, devendría hacia el lector un ingenuo caudal de simpáticas cualidades mágicas, rayanas en un iluminista ideal burgués trasnochado por más sombras que luces, el de la presunta ilustración y sapiencia globales y de la iluminante libertad del dinero, pero esas cualidades ocurren a millones de caracteres del alcance de la persona equis, en este cosmos de ene analfabetas funcionales, cuyo ser pulula soterrado por la vida como por un maremagnum de letras blancas, de un libro enciclopédico ofertado en tiendas departamentales de tercera, y cuya energía alimenta el insaciable universo de los unos y los ceros del fascista “libre” mercado y de sus recetarios libros de autoayuda y emprendimiento fast track.
A los pobres les dicen que no son ilustrados. ¿no, don Joan?
La lectura es el acto siendo, deviniendo. Aunque, por sí misma, la lectura no implica que la fortaleza de la imaginación, la robustez del entendimiento, la energía de la inteligencia y el poder de evocación del leyente hagan posibles esas cualidades que se le suele atribuir al libro cuando se impulsa como el medio ideal para fomentar la lectura, para ser cultos y leídos; cultos, para ser mejores; sapientes, para ser libres. Porque leer requiere saber leer. Y no se enseña a leer, sino a poseer libros, a adorarlos, en el mejor de los casos, a coleccionarlos —mariposas disecadas, hierbas de olor sin olor, animal muerto de congelador—. Y la labor de la “educación” pública le impone al libro una condición de herramienta, una función utilitaria, calculada, lejana al placer, propiciadora de anti-lectores, con el propósito de hacer del escolar un ducho y servil empleado multifuncional capaz de conocer —aprehender— a detalle la porción de conocimiento que servirá para que rinda frutos de interés contable y financiero, no más. Leer, para bien obedecer la voz del amo.
En tono inmisericorde, escondiendo la risa que oculta el sarcasmo que oscila entre una lacertosa confesión y una cínica verdad enérgica, JLB escribió que el libro más influyente en su vida fue el silabario. Después de este librillo, de la apertura y desciframiento de ese cajoncito de letras mancornadas —sospecha uno— para aprender a balbucear el lenguaje a través de arbitrarios garabatos con sonidos y significados, todo lo demás es letra muerta, es decir, potencia en reposo, impotencia en estado puro o, ¿cómo decirlo por escrito?, lo que puede ser, en sentido contrario a lo que se presume que debe ser. Es decir: el inactivo libro en reposo versus el potente acto del libro siendo leído.
El libro acodado en elegantes cementerios-almarios (palabra ésta que el “corrector” automático transfiere a la sosa armario), estantes, ataúdes, libreros-cárcel; fenecido en potencia, sujeto a la indiferencia, sometido a una pujante espera, anquilosándose con la robusta perspectiva de que podría ser leído, él, el guardián del conocimiento, el custodio de la imaginación, el carcelero del drama y la tragedia, el pastor del verso y del poema, el padre e hijo de la sabiduría, desfallece de potencia congelada, en espera de un acto que lo libere y haga eclosionar y florecer su ambrosía de significados y emociones.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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