Las ventas de libros en redes sociales producen lectores y libreros distintos a los que se pasean por las librerías. Casi siempre, entre vendedor y lector cibernético se dan felices hallazgos: alguien que reconoce el valor metaeconómico de un ejemplar; otra que sabe distinguir la rústica del cartoné; un bibliopola capaz de sintetizar las virtudes de sus piezas o alguien capaz de presentir la rareza de una obra y escribir: “Mía”, soltando el corazón y apretándose el bolsillo.
En nuestros días, para consolarnos del golpe del simulacro virtual, a los productos del compumundo se los designa con significantes de verdades anteriores, así, se cree posible la existencia del cibersexo, las visitas virtuales a museos o la posesión de libros descargables. ¡Cuántas veces, en los grupos de ventas libreras, alguien ha preguntado por cierto título y otro le ha respondido: “Lo tengo en PDF, si quieres te lo paso”!
¿Qué significa tener un ebook, un PDF o una pantalla, en lugar de un libro con buena caja y buena tipografía? Para mí es algo sin la menor importancia; a lo más, sería un chiste sobre la ilusión de alguien que presume de tener 10 mil volúmenes en soporte virtual, vivir —en suma— dentro del simulacro: “Es que no tengo para más, señor” dirá la réplica. “Muy lamentable”, repondrá la voz del diablo.
Habría que vender el alma un día para alcanzar esos ejemplares deseados. La analogía de Renato D pondera que: “El artista es a la carne lo que el carnicero es al arte” y un lector bibliófilo busca el gran banquete de hojas, registros, textura, pensamiento e imaginación impresa.
Al hacer contacto mano contra página —jamás el blandengue índice en el cristal líquido— el lector defiende su nombradía. A medida que proporciona unos entrepaños con inmejorables ediciones, este lector sabe que tener libros es un arte y comprende que la vida de un volumen es un ir y volver entre pérdidas. La muerte ajena enseña al lector que ningún libro le pertenecerá jamás y que el dinero apenas le ha servido para toquetear, por unos cuantos años, el lomo de una primera edición; o mirar con todo el deseo un autógrafo o una frase. Y nada puede comprar la dicha de hacerse acompañar por libros verdaderos.
(Defensa para quien ama tener libros: “Si otros son capaces de cometer el disparate de comenzar una familia, a mí me ha sido dada la sensatez de reunirla por largos años: mi biblioteca es mi familia y si no llega el fuego, el robo o la mala suerte, me acompañará hasta el fin. No tendré un hijo informe ni una pareja que me ilusione y luego me rompa y mis padres nunca envejecerán”.)
Para el lector que ingresa al mundo virtual en pos de un libro, encontrarlo es su mayor anhelo. Dicho lector entra en un infierno sobajado por la falta de imaginación en todos los aspectos, de modo que encontrar y tener aquella palabra impresa, supone un encuentro con la musa: llámese literatura, filosofía, ciencia o religión.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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