
Hace unos días encontré una nota donde se abunda sobre el deseo que tienen algunos artistas y miembros de la comunidad cultural de Zihuatanejo de volver el Partenón un espacio cultural. Sí, el Partenón, el excéntrico palacete que se mandó construir Arturo El Negro Durazo en La Ropa, una playa hermosa ubicada en aquel pedacito de trópico que es Zihuatanejo.
La nota viene acompañada de una fotografía donde se puede observar una pancarta: “Partenón: de un negro pasado a un brillo cultural”, dice la lona que sostienen algunas personas del gremio cultural y artístico de aquel municipio. Para mí resultó inevitable detenerme un momento y recapitular, volver a lo que se sabe de cierto y lo que se cuenta de boca en boca sobre esa mansión en ruinas y sobre el personaje que la imaginó y la hizo construir.
Acusado de fraude, corrupción, nepotismo, tortura; represor de movimientos sociales, amigo cercano de esas cúpulas que detentaron el poder en el México de los setentas y ochentas, El Negro Durazo es, por mucho, una figura deshonrosa para la historia del país, por eso es que no entiendo la necesidad de ver el arte y las manifestaciones culturales como “herramientas” para blanquear espacios, para resignificar sitios que se construyeron sobre la infamia y la impunidad.
¿Qué hace pensar que volver esa casa, claro ejemplo del kitsch mexicano, un centro cultural podría contribuir en algo al desarrollo artístico y cultural de una comunidad? ¿No sería mejor revisar los espacios culturales que existen y detectar problemáticas para así diseñar estrategias de mejora?
Hace algunos años, en muchos circuitos culturales del país comenzó a repetirse un fenómeno para nada peculiar que con el tiempo fue nombrado eventitis. Presentaciones de libros en salas llenas de estudiantes que buscaban un punto extra en materias de Español, Historia o Lectura y Redacción; conciertos disfrutados únicamente por los familiares o amigos de los ejecutantes; exposiciones de artes plásticas donde los asistentes sólo esperaban el acto protocolario para después atacar sin pena la mesa de vinos y bocadillos y más actividades por el estilo que, como asistente de muchas lo puedo decir, lucían desangeladas pero en papel se registraban como eventos sin precedentes que contribuyeron no sólo para justificar recursos sino también nombramientos y puestos de administración y gestión cultural.
La eventitis no se supera todavía, en el sector seguimos creyendo que un foro repleto es sinónimo de éxito, seguimos olvidando lo importante que es sistematizar y medir los resultados, los alcances de las actividades y algo primordial: las necesidades e intereses de las personas a las que queremos llegar.
Aunque eso es también un tema que da para mucho escribir y reflexionar, por esta ocasión solo quiero dejarlo sobre el tintero, usarlo nada más para ejemplificar el fenómeno que está sucediéndose desde un poco antes que la pandemia nos hiciera pagar membresías de zoom. El fenómeno, que todavía no podemos nombrar con tanta eficacia como la eventitis, sucede cada vez que a alguien le parece una genial idea habitar recintos, reapropiarlos y dejar que las nobles causas que importan al arte y la cultura sucedan ahí.
No tengo nada en contra de estas acciones, celebro muchísimo que espacios como los museos —sacralizados por la idea errónea de la alta cultura y sus manifestaciones artísticas puramente occidentales— regresen a la vida a través de la intervención y la ocupación de artistas, gestores, colectivos y más agentes culturales que ven el museo ya no como un espacio intocable, sino como un espacio vivo, capaz de transformarse y adaptarse a las necesidades de la comunidad en la que está insertado.
Hemos sido testigos de cómo espacios que antes estaban secuestrados por las élites culturales, se han vuelto el corazón cultural de una comunidad dispuesta a explorar y encontrar nuevas formas de habitar la creación artística en cualquiera de sus manifestaciones. Elefantes blancos que una vez abren las puertas a todos, al parejo, sin pedir currículos pormenorizados, premios, becas o títulos nobiliarios culturosos, se vuelven manantial para las infancias, los juventudes y muchos otros grupos divergentes que no hallaban su espacio en la visión obsoleta y superada de la “alta cultura”.
Pero como en todo cuento hay villanos: los espacios necesitan mantenimiento, recursos económicos y humanos y como ingrediente principal, usuarios y creo que en eso radica el peligro de la espacitis, el creer que nada más hace falta ocupar un espacio para hacer que las cosas funcionen. Es necesario considerar la pertinencia del espacio a nivel arquitectónico, datos tan sencillos como el análisis de las posibilidades que tiene para adaptarse a funciones de teatro, de música, para ser un espacio adecuado para la práctica del ballet, de danza aérea, etcétera.
A nivel simbólico es muy importante también tener claro para quién se está pensando el espacio, cosas como servicios de transporte cercanos pueden hacer una gran diferencia cuando de encontrar y formar audiencias se trata.
Taxco, mi municipio, enclavado en la zona Norte de Guerrero, intentó ser conocido como ciudad de museos, ciudad teatro, ciudad luz, pueblo mágico y otra serie de apodos que buscaban dar un spoiler a los turistas de lo que podrían encontrar al visitarnos.
Cuando Taxco quiso ser Ciudad de Museos, un grupo de bienintencionadas personas creyeron necesario orquestar un museo sobre el oficio que ha dado fama a la ciudad: la platería. Y aunque la intención para nada es mala, lo que me pareció preocupante fue el decisivo interés que tenían de instalar el Museo Nacional de la Platería en uno de los centros culturales más importantes de la ciudad: Casa Borda ¿Por qué es preocupante? Pues nada más porque Casa Borda es de los pocos espacios donde las niñas y niños de Taxco, así como las y los jóvenes, pueden ir a tomar clases de música, de pintura o teatro, que en la actualidad es sede de la Escuela de Iniciación Artística asociada al INBAL.
Porque en una ciudad donde ya existen dos museos que no son tan disfrutados por los habitantes de la ciudad —el de Arte Virreinal y el William Spratling, ambos dedicados a mirar el pasado—, colocar el de Platería en un espacio que la comunidad ya reconoce como su lugar para aprender artes y oficios, no es muy apoyemos el desarrollo cultural del municipio de parte de la comunidad bienintencionada que quiere un museo. Porque este Museo nace como oferta para el turismo, no para los taxqueños; porque en los años que llevan impulsando la iniciativa poco se ha hablado con la gente de a pie sobre lo que le gustaría ver en el museo; porque socializar las actividades termina siendo una reunión a puerta cerrada entre las personas bienintencionadas y los funcionarios en turno que puedan contribuir a la integración del museo.
Creo, entonces, que puede suceder igual con el Partenón de Durazo en Zihuatanejo ¿se está considerando a la comunidad al hacer esa petición al gobierno de Guerrero? ¿Qué necesidades y/o problemas culturales resolvería un nuevo espacio cultural en esa ciudad? ¿Es necesario blanquear ese sepulcro? incluso si se decidiera que el espacio sea un atractivo turístico ¿para quién? ¿De verdad necesitamos que sea la casa de Durazo el sitio que queremos promocionar en espectaculares sobre avenida Insurgentes en la ciudad de México?
Yo quiero pensar que no. Que Guerrero, un estado que ha sido tan revolcado por la violencia y la impunidad, no necesita recurrir al arte y la cultura para darle una lavadita de cara a esas sombras que el viejo régimen nos dejó.⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
Comments