Casi nunca sabemos cuánto significa una persona en nuestra vida hasta que se va de nuestro lado, cambia de residencia, nos olvida o fenece. Los dichos contienen una dosis de sentencia y de verdad, pero, por lo regular, nunca atendemos lo que detrás de ellos se vislumbra. La costumbre de escuchar, pero no atender lo que el otro intenta decirnos es una regla general, lo cierto es que nadie experimenta en cabeza ajena. Hasta que nos pasan las cosas, comprendemos.
Cuántas veces ocurre que convivimos a diario con una persona, compartimos el mismo espacio, concordamos con las mismas ideas, guaseamos, pero nunca se nos ocurre preguntarle como está, cómo va la familia, qué problemas le aquejan, en qué podemos ayudarle, simple y sencillamente en esa parte somos unos desconocidos. Creemos que por respirar el mismo aire, concordar con el horario, comer juntos, saludarnos todas las mañanas es suficiente y hasta sobra. Decimos “el compañero es afable” o “tiene un carácter de los mil demonios”, “hoy no amaneció de buenas”, “de por sí es así, irascible”. No indagamos qué le provoca esa esa acritud en el rostro, qué es lo que le incomoda. No nos metemos en problemas y pintamos la raya. Quizá una palabra amable, una pregunta, un “¿Pasa algo?” que desemboque, lleve, estimule, provoque una catarsis en el otro y el escuchar su problema, su felicidad, su embrollo, la depresión que lo embarga lo haga vislumbrar una alternativa, encontrar una solución, sonreír y en el peor de los casos mandarnos a la chingada, pero, como una forma de sacar su coraje y no de insultar, y después de eso sienta un alivio, un descanso, un bálsamo para su alma, un paliativo para su encono, una cura para su furia. Pero cada quien vive en su mundo y en su interés diario. Sólo en la muerte o en la enfermedad nos volvemos seres reflexivos, aquilatamos la vida, a los amigos; prometemos ser mejores personas, cuidarnos más, dejar los rencores de lado, suicidamos los odios, perdonamos a nuestros enemigos, nos hermanamos con la humanidad y con el entorno. Pero eso nos dura mientras recuperamos la salud y olvidamos al que se ha muerto. No creo en todos los casos sea así, pero la generalidad transita ese camino. Alguno que otro cambiará para bien o para mal. La experiencia traumática algún resabio dejará: un aprendizaje, una huella, nos prepara para el futuro; Tal vez pasen mil cosas o ninguna. No esperemos pues a que se cumpla el dicho: Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. Que cada día sea un propósito para enderezar el barco, hacer algo por la salud, querer a mis semejantes con sus defectos y virtudes, fortalecer la tolerancia, compartir, departir, desprenderse de aquello y de esto, divertirse más, poner atención a las pequeñas cosas, platicar y escuchar al otro, escucharse uno mismo, escuchar nuestro cuerpo, sacarse las espinas, el coraje. No esperar a que el destino nos alcance, sino montar su lomo y como buenos jinetes espolearlo hasta que se amanse y sea en nuestras manos, algo maleable, terso, palpable.
Los que nos rodean, no solo sean personas con las que se vive y convive a diario, sino seres que nos determinen y a los cuales determinamos.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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