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Astrid Paola Chavelas

En defensa de los huracanes




Este texto es para defender al huracán porque pues pobre, él que culpa, él nomás hacía su chamba, para la que diosito lo creó, ¿no?. Éjele los engañé. En realidad, este es un texto que surge en medio de la limpieza de mi habitación. Tres meses después de que un huracán nos zarandeara todas las esquinas del cuerpo sigo limpiando polvo, tirando libros, sacando cosas echadas a perder por la humedad. Mis pinceles siguen tomando el sol con la esperanza de que se curen del óxido y los hongos que se alojaron en cada astilla de su madera.

Pero también soy realista, y sé que mis pinceles son pérdida total, así como miles de casas y de cosas que la furia del viento y el agua arrastraron. Sólo que también soy aferrada y me cuesta mucho trabajo soltar las cosas. Vamos, estuve quince años en un matrimonio que bien pudo haberse ahorrado los últimos cinco. Pero ese es tema de otra conversación.

En realidad, este texto tampoco pretende ser una crónica personal. Después del huracán (de cuyo nombre prefiero no acordarme) pulularon infinidad de crónicas, especialmente las visuales donde, con una precisión casi metódica, la gente documentó la autopsia de Acapulco en tiempo real y los sesudos análisis de quienes ni viven acá pero que sintieron el suficiente valor moral y la necesidad para escribir. Pero cada quién verdad. Y entonces de qué va este texto, se preguntará en este momento, querido y paciente lector.

Este texto, como un chingo de lo que escribimos los que nos dedicamos a la escritura, se trata observar con un poco más de detenimiento la realidad alterna en la que vivimos, ahora sí que quienes sobrevivimos al veinticinco de octubre del dos mil veintitrés. Todo ha sido extraño desde entonces, y es curioso que de eso casi nadie habla. Como que el tema que vende es el sensacionalismo post mórtem, y no la crónica dilatada de los días. Como si todos estuviéramos tratando de esconder un cadáver debajo de la alfombra, nos paramos sobre ella para decir que todo está bien, que somos unos guerreros, que el puerto está de pie.

Pero niguas. Nada más lejos de la realidad.

O sí, Acapulco está de pie, pero en un pie, y el otro lo tiene cojo, mocho, tunco, putrefacto. Usted disculpe el pesimismo querido lector. Si decide dejar de leer en este momento déjeme decirle que le socorre toda la razón, pero también déjeme adelantarle que va a perderse todo el chisme. Porque si de algo estamos hechos los mexicanos es de maíz, ya lo dijo el Popol Vuh, de maíz y chisme.

Bueno, pues si usted no se había enterado, los escritores somos bien chismosos, seres curiosos por naturaleza, para que no se sienta ofendido el gremio. Y ahí nos verá por la vida, con la oreja de radar en el transporte público, en la calle, en el antro, en la playa, en el mercado y hasta en la casa (infinidades de novelas son la exclusiva de un chisme familiar contada de primera mano y capaz de fracturar a la familia más muégano que exista, casi casi como el pleito por los terrenos o por el apoyo de la limpieza, oh sí).

Entonces, como buenos chismosos, digo, seres curiosos y dotados de un entrenado sentido de la observación (algunos, pues) vamos por la vida tomando nota de todo lo que nuestros sentidos alcanzan a percibir, obvio decir que ese radar se va encogiendo conforme los años hacen más lentos los sentidos, pero la observación se afila más todavía hasta perfiles casi microscópicos. Y ahí nos tiene, microscopios con patas que sudan entre las marejadas de gente que se arremolina en el Acabús de una estación a otra. Tomando notas mentales (o si la virgen nos socorre y nos toca asiento, textuales) de todo lo que nuestra percepción atina a recoger. Y desde ahí, construimos personajes lo más cercano a la realidad que nos da la habilidad de la escritura.

Hey, pero ¿y el chisme?

Ahí voy.

Pues eso, que como observadores también hacemos una especie de documentación de los eventos canónicos (me mama un chingo que esto se haya puesto de moda). pero también nos obsesionamos con los hechos que observamos y aunque a veces nos ganan las ganas de encajar, se nos van las patas en eso en lo que nos entrena el ejercicio literario: el análisis de la realidad y toda la complejidad que eso abraza.

Porque de otro modo, seríamos escritores de telenovelas para sendos canales de televisión, y ganaríamos premios por los culebrones que serían interpretados por las actrices y los actores de moda y quizá entonces no seríamos uno de los sectores más precarizados de la comunidad artística. Y no es que tenga nada contra las personas que se dedican a escribir telenovelas, libros de superación o cualquier cosa que se les cante. Al contrario, ánimo y animo, exhorto, aliento. Lo que hace falta es que más personas escriban. Ya lo que decidan escribir, como dice la sabiduría popular: pus cada quien.

En fin, que estos días me ha tocado observar la realidad. Pero una especie de realidad donde las cosas solo son lo que parecen, y entonces, este solo se parece al Acapulco que recordamos. Porque la memoria es un ejercicio de construcción colectiva, igual que la realidad. Y como tal, la memoria que se va guardando difiere de acuerdo con el contenedor donde se pone y el cristal desde el cual se mira. Últimamente, a muchas personas (por no especificar gremios y echarme más enemigos) nos da por mirar con el cristal más delgado, ese que tiene la función de filtro de Instagram y nos muestra lo que queremos ver y no necesariamente lo que vemos. Una realidad alterada, por supuesto. Y en ese cristal delgadito donde la luz varía lo suficiente para autoengañarnos y leer la realidad desde ese engaño. A veces no es un ejercicio consciente, hay que decirlo, a veces es sólo la costumbre, o flojera, o miedo de ver, ahora sí que la realidad-real. Con todas sus imperfecciones.

Pero es que a estas alturas de la vida quién quiere ver la realidad tal cual, si nos hemos vuelto especialistas en la evasión. y ojalá fuera la evasión fiscal porque entonces tendríamos jirafas de mascotas en los patios de nuestras mansiones, pero nel. Nos evadimos de la realidad porque no queremos ver lo que hay debajo de la alfombra. Porque duele. Y las personas somos expertas en huir del dolor. Porque si quisiéramos enfrentarlo, entonces cambiaríamos el filtro por una lupa que nos permitiera atisbar en esos recovecos de la realidad que luego se nos escapan porque vamos embobados mirando el paisaje por la ventana.

La Dua-lupa nos obliga a afilar la mirada y ver que no es que el impacto del fenómeno natural por sí mismo causó el desastre y la etapa de emergencia marca llorarás que nos tocó apechugar. Sí, un huracán categoría cinco no es cosa de todos los días y sí o sí nos iba a partir el queso. Pero no es el tamaño del fenómeno natural lo que determina el impacto sobre un territorio geográfico determinado. El tamaño de la emergencia escala en tanto la imposibilidad de las personas de gestionar las consecuencias del desastre.

¿Verdad que no es lo mismo? ¿Ve cómo no es culpa del mentado huracán?

Los desastres no son naturales. Hay condiciones dentro de la población que determinan qué tan grave va a ser el chingadazo y cuánto tiempo puede pasar para gestionar la etapa de emergencia y el proceso de recuperación. Porque mientras más vulnerable es una población, menos posibilidades tiene de gestionar el desastre. Y no tengo nada de eso que contarle a usted, querido lector que ya se chutó hasta acá (no se vaya, se sigue poniendo bueno). La población de Acapulco, aunque usted no lo vea, tiene diversos tipos de vulnerabilidades, por ejemplo la social, que son las capacidades de relación de las sociedades por sus redes de parentesco, de producción, etcétera. Es decir, que si no existen redes de organización que actúen en función de atender a las personas afectadas la crisis va a ser más grande sumado a la nula propuesta de parte de las instituciones gubernamentales para solucionar las crisis de agua potable, la falta de campañas de prevención de epidemias, saneamiento y cuidado ambiental generan una mayor vulnerabilidad social dentro de la población. La vulnerabilidad económica, es decir el desempleo, la inestabilidad laboral, la imposibilidad de acceso a los servicios de educación, recreación y salud. La mayor parte de la población está compuesta por comerciantes, empleados y prestadores de servicios cuyas condiciones laborales rayan en la explotación laboral y la precariedad. Aun las personas denominadas como profesionales o empleados gubernamentales están expuestos a cierto tipo de vulnerabilidad, y no tengo que enumerarle estadísticas, basta que regrese a ver usted su bolsillo y además me diga de cuántos días le pareció la cuesta de enero. Porque el sistema económico es una rueda de hámster que necesita que haya pobres para que la rueda siga dando vueltas. Y ya nomás para terminar, la vulnerabilidad física, porque sí, muy bonito el puerto pero ya vimos que vivimos en una zona de riesgo permanente en tanto que las estructuras físicas, sociales y económicas no nos hagan el paro.

Entonces, en estas condiciones, nos pega un huracán, en una ciudad asediada por el narco, sin sistema de recolección de basura eficiente, con las calles y los servicios hechos mierda. Dígame usted si es culpa del huracán.

Y luego de ver la realidad-real en la que vivimos, es un poco más sencillo entender que la gente active sus mecanismos de sobrevivencia. Porque ese también es un rasgo muy humano. Y desde ahorita le adelanto que no, este texto tampoco es para justificar absolutamente nada ni a nadie. Ni a favor ni en contra. Conste que ya le avisé. A NADIE.

Pero, si en La sociedad de la nieve vemos a los personajes hacerse taquitos de cristiano para salvaguardar la vida, porsupollo que las imágenes que se han replicado después del desastre podrían entenderse un poco más si les quitamos el filtro de superioridad moral que nos montamos.

Aaaah  pero es que coooomo se van a comeeer el refrigeradooooor. A veeeer.

No, señor, no sea pendejo. Los refrigeradores no se comen, así como los jugadores de rugby no se tragaron las alas del avión. Pero, las personas que por décadas. Lea bien: décadas, han vivido sumidos en la desigualdad económica y se ven damnificados de un día para otro, con el techo y el rotroplás en la casa del vecino, por supuesto que van a activar los mecanismos de defensa que les permitan sobrellevar la situación de la mejor manera, ahora sí que como dios nos dio a entender. Que si eso es bueno o malo, que si hicieron bien o mal, pues uno quién es para juzgar verdad. Por lo menos yo no me siento con la capacidad, ni el derecho de llamarlos simios, o aprovechados. Uno solo es un triste observador de esta vida matraca y se pone del lado de la historia del que quiere que lo recuerden. Y que da coraje que uno también hizo la misma cola y estuvo paradas las mismas horas y resulta que no alcanzó nada, pos con mayor razón, pinche gente aprovechada, de veras. Pero pues, a veces conviene soltar tantito el entripado y agarrar el frasco de la empatía, o el microscopio. O así ya de plano, el espejo. Porque sí, gente gandalla hay en todos lados, pero las experiencias individuales no determinan la realidad, solo la esconden, como el filtro hace con mis arrugas.

Y entonces, estas personas que viven al día, que sobreviven con el salario mínimo en un lugar donde las cosas son cada vez más caras y las necesidades cada vez más amplias, donde la calidad de vida ha disminuido con cada gobierno y el kilo de tortillas y el de verduras cuestan una barbaridad y eso de alimentación sana y orgánica nomás es una utopía cuando para lo que nos alcanza es para los ultraprocesados con más sal que el pobre de Margarito, el personaje desgraciado de la Caravana. Cuando hay un montón de bocas que alimentar, para lo que alcanza es pa’ las sopas maruchan. Y estas señoras chancludas que persiguen los carros de despensa con la misma determinación con la que yo persigo al carrito de los esquites, lo saben, o de dónde cree que sale la determinación de hierro de aguantar por horas bajo el sol quemante y el concreto ardiente con el culo aplastado sobre un banquito y una de las nalgas volando. Estas señoras que se forman por horas, HORAS, que se agarran a chingadazos para recibir una, dos o hasta tres cajas de despensa. Que han vuelto las tarjetas monedas de cambio para tratar de disminuir la precariedad que les rodea, que buscan guardar en primavera lo que les va a hacer falta para el invierno. Porque sí, el winter is coming. Porque el programa de recuperación planteado desde el gobierno federal para atender a los miles de personas afectadas termina pronto y no hay hasta ahora una propuesta de continuación. Las señoras lo saben, sobre todo ellas, que luchan todos los días por mantener alimentada a la familia, así sea a costa de apartar setenta lugares en una fila de despensa y luego venderlas al mejor postor. Pero si usted, con su carrera de abogado, de periodista, de maestro, con su puesto de godín, le batalla para corretear la chuleta, ahora imagínese mi paisana que no tuvo oportunidad de ir a la escuela. Figúrese nomás. Y si se fija bien, querido lector, estos fenómenos se observan en las colonias populares del puerto, en las partes altas y en las bajas, en las zonas periféricas. O por lo menos hasta ahora no me ha tocado ver a gente corriendo tras un carro de despensa en Costa Azul o en la zona Diamante. ¿Por qué será?

Se me ocurre, a la mejor, que porque es en estas zonas suburbanas donde radica la densidad de población con grados de vulnerabilidad profunda. Pero solo es una idea mía, no vaya usted a creer. O sí. Créame. Créame y suelte el filtro de la superioridad moral, baje el dedo flamígero y sea sensible, observador, empático con el de junto. O si quiere no. Siga haciendo memes y subiendo fotos y videos de la gente que corre para ganar un lugar, a mí qué. Y no, no le voy a salir con la cantaleta de que por eso estamos como estamos. Por lo menos no hasta el próximo huracán o temblor o fenómeno natural. Para el caso.

Los personajes de La sociedad de la nieve están basados en personas reales que fueron llevadas a un extremo y con los medios que tuvieron, algunos lograron sobrevivir en las condiciones de su medio antes de ser rescatados.

El rescate de Acapulco no debería considerarse solamente en función de las afectaciones sufridas por el huracán, y el proceso de recuperación debería ver más allá de solamente reconstruir las estructuras afectadas, poco se habla de reconstruir esa cosa tan ambigua llamada tejido social.

Quien escribió a los personajes de La sociedad de la nieve ya no nos cuenta las consecuencias que estas personas afrontaron en su realidad. Lo dicho, lo que vende es el sensacionalismo. Lo que vende es el desastre y no lo que pasó una vez fuera de la cordillera donde sobrevivieron setenta y dos días hasta ser rescatados. Nosotros llevamos noventa y ocho. Me pregunto a los cuántos días vamos a empezar a devorarnos a nosotros mismos.

Si esta experiencia no sirve más allá de aumentar la biblioteca del meme, si como personas que observamos la realidad y escribimos solo por convivir, eso quizá determine si repetiremos el mismo curso de las acciones, porque más allá del filtro para mirar la realidad, lo que necesitamos ponernos enfrente, es un espejo.

Y ya que andamos en esas, si le sobra una estufa que se haya encontrado por ahí mal puesta por ahí, le encargo que me avise, a la mía ya nomás le sirve un quemador. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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