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Adriana Ventura

Escribir, espacio en el tiempo

Escribir me enseña a ser paciente. Espero con calma, sin prisa. De dónde nace el deseo. Es una fuerza que nos jala hacia la página. Algunos le llaman terquedad. Me he quejado por años de no poder escribir, de no tener tiempo y cuando descubro algún momento de holgura me tiendo en la cama a ver videos o fotos o husmeo en las redes. De tanto repetirlo ya no sé si es cierto. No tener tiempo para escribir; esa frase, a fuerza de repetirla se ha convertido en una cinta elástica que se estira y estira hasta que ya no puede más y entonces heme aquí: escribiendo.

Pero sí tengo certezas, por ejemplo, pienso que la escritura nos aborda, como un ente vivo, se nos echa al hombro y ahí hace nido, incluso cuando no se escribe. Está ahí rumiando la cabeza como un fantasma, como un recuerdo, como una cuenta pendiente. Justo como el deseo, el antojo, las ganas. Y se concreta a veces.

La escritura me enloquece. Me fragmenta. Es como un coloquio, una reunión de voces tirando cada una hacia una dirección distinta. Y cuando logran coordinarse es porque ya puedo hilar palabras, frases. No es cierto. Siempre siguen cuchicheando y tengo que decirles: ya basta niñas. Al silencio le vamos a dar un turno y ¡que pase el condenado!

Rememoro el ensayo Bordado y costura del texto de Tamara Kamenszain. Escribe en la primera línea: “Si la escritura y el silencio se reconocen una o otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la literatura”. En este breve ensayo la argentina contradice el viejo cuento de que la escritura no es un ejercicio de las mujeres. Por el contrario, dice que en nosotras es incluso natural. Primero por ese confinamiento, impuesto o no, hacia el silencio. Luego por la mala costumbre de cuchichear, de susurrar, de platicar en todas partes. Por chismosas, pues. No lo dice ella textualmente, pero es lo que entendí.

Así pues, el silencio. Lo conozco bien. Es que alguna vez fui callada. Sentía que mis palabras habitaban un pozo y había que sacar una a una con polea. Por eso no me gustaba hablar. Yo era lenta. Descubrí que la calma y el silencio pertenecen a la misma familia. Aprendí a esperar las frases, un golpe de teclas, un roce de lápiz en el cuaderno. Como cuando aguardas a que una gota logre llenar un balde. De pronto una página, un poema, un libro. Había salido de muy hondo, de mis profundidades: la escritura. Me acostumbré a escribir, quizá hasta fui veloz.

Es inevitable, al pozo lo alcanza la sequía. Culpo a la falta de tiempo, al estrés, al hambre, al sueño, a los ruidos, a la deforestación, a los perros que ladran, a los autos que pasan, a la lluvia, al calor, la sed, al sueño otra vez. Nada de eso. Simplemente se acaba el banco de palabras, de ideas y hay que esperar a que germinen de nuevo. Dar tiempo a la ausencia del lenguaje. El silencio llama al ruido, es inevitable. Sucede por temporadas. Confiar. Cree que vendrán. Y vienen.

A veces es una avalancha, un impulso como de potros agitados levantando el polvo y traqueteando el suelo. A veces toca sentarse, mirar las nubes pasar, tararear canciones, pasar las manos y los ojos por las páginas de los libros, pensar qué escribiría si pudiera y quizá acechar un apunte, un aviso a la naufraga que soy, como en ese libro de Vasko Popa.


A esto le llamo abordar la calma,

hacerse amiga de la paciencia.

Darle algo de tiempo y espacio

                                   al silencio. ⚅



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[Foto: Carlos Ortiz]

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