La obsesión por el cuarto propio me nació con la misma urgencia que mi hijo, un día de mayo del 2018, en la noche. Sostenerlo entre mis brazos durante sus primeros minutos de vida fue entrar de golpe al mundo de los cuidados y la incertidumbre de la vida que habría de esperarse a partir de ese momento, la vida A.L. y D.L. (como marcan los historiadores). A este hito personal se sumaron las mil dudas sobre el nuevo oficio (la maternidad), las nuevas redes que se tejían, incluso sin mi permiso, y lo que sucedía en ese campo tan oscuro e incierto como el de mi profesión. Qué egoísta se volvió la escritura, qué demandante y celosa. Cuánta culpa acumulaban las tres cuartillas que podía escribir apenas el niño se quedaba dormido.
Un día cualquiera llegó la invitación para participar en un proyecto colectivo que mostraba en Instagram los sitios de trabajo de mujeres artistas (habitaciones propias). Tuve miedo, pero no me arredré. Fui honesta y mostré lo que en esos días también era mi comedor.
A partir de ahí mi obsesión por el escritorio se volvió un tema de discusión. Negocié, propuse y después de mucho batallar, abandoné la contienda, me adapté a la esquina de la mesa donde instalaron una lámpara que encendía cada noche, para escribir mi primer libro de cuentos. Cuando llegaron las mieles del oficio (premios, becas, distinciones) me convencí que “un perico donde quiera es verde” y concluí en que el escritorio era lo que menos necesitaba una mujer como yo, que escribía sus cuentos, con un par de dedos, en el block de notas del teléfono, mientras amamantaba a un bebé.
Construí en pinterest un tablero, donde coloqué las fotografías de escritores y sus escritorios (los hallazgos se pueden ver aquí) y sonreí cuando descubrí que yo, al igual que Susan Sontag, escribía con una pijama de animalito puesta. Luego vinieron los cambios, de casa, de vida, de ciudad, de rutina y la habitación propia se volvió realidad, pero el escritorio seguía sin suceder, más por falta de seguridad que por otra cosa. Me recuerdo hablando con amigas sobre el tema, comparando sillas ergonómicas y escritorios llenos de paneles para colocar libros y suculentas, tan de moda hoy en día), y no sucedió.
Así que hoy, después de casi trece años experimentando con la escritura y jugando a ser llamada escritora, tengo una habitación y un escritorio propio. El sitio donde, según las leyendas que cuentan los escritores en encuentros y charlas de sobremesa, sucede la alquimia.
No sé cómo afectará esto a mi escritura, pero seguro que cuando alguien lea esto, yo llevaré varios días pegada a esta silla, mirando con plenitud la pequeña mesa, que nada tiene de ergonómica, dicho sea de paso, sonriendo porque al fin lo conseguí. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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