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Lydiette Carrión

Houston, we have a problem


La familia y yo nos mudamos a Houston. Fue una decisión empujada un poco por las ganas de conocer nuevas tierras, la posibilidad de seguir estudiando algo que me gusta, la increíble oportunidad de escribir un libro acompañada de grandes expertos en eso de escribir… pero también la necesidad de alejarse un tiempo de historias terribles: francamente necesitaba un espacio para digerir los miedos que me ha dejado la cobertura de feminicidios, desapariciones forzadas y violencia.

Había días, después de que nació mi hijo, en los que soñaba con arañas gigantes, asesinos sin rostro, tortura. Dejé el trabajo duro por un tiempo largo, pero si bien los sueños desaparecieron, el desasosiego no se ha ido. La culpa apareció también: por qué debería yo alejarme, cuando madres de familia que por años buscan a sus hijas e hijos, que deben soportar cada día escuchando historias igual o más terribles. También estaban mis compañeras periodistas, mujeres que han dedicado toda su vida a este tema. ¿Por qué yo no podía continuar sin poner en riesgo mi propia salud mental? Pero fui platicando con ellas más o menos por tiempos diferentes y decían todas un poco lo mismo: nos alejamos a veces, descansamos por un tiempo. Otra me explicaba: mis hijos ya crecieron. Otra me decía: si te ahogas tú, no puedes ayudar.

Pero la culpa persiste, aunque al mismo tiempo decido irme. Así que sí, venir acá a Houston, me sabe a ilusión y también a tristeza.

Pero bueno, racionalizo y digo que será para bien.

Entonces, la paranoia vuelve. Iremos (¿huímos?) a Houston, a un posgrado, a mis cuarentaytantos de estudiante. Me siento vieja para estas aventuras, algo que me hubiera gustado hacer a mis treintas. Pero a los treinta estaba yo encandilada del periodismo, no había otra cosas más que hacer: seguir y contar las historias que ocurrían en México. Ahora, arrastro a la familia a una nueva aventura, una supuestamente más segura, de academias, de universidades, pero lo primero que sale en las noticias sobre Texas son los famosos y terribles tiroteos escolares.

Niños matando niños, supremacistas matando niños mexicanos. Locos matando niños en centros comerciales.

¿Estoy acaso huyendo de la violencia, como ratón asustado, sólo para caer en un lugar aún más peligroso? ¿Estoy acaso exponiendo a lo que más amo, sólo porque huyo como una vaca desbocada?

Tiroteos.

Luego llega mi pequeño de la escuela. Con sus ya siete años explica que no quiere ir a Houston porque un amiguito le ha dicho que en Estados Unidos hay tornados y además, venden armas “hasta en el Walmart”. ¿Qué diablos he hecho?, me pregunto. Entonces, como buena reportera que busca sosiego en los datos, busco la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes en México y Estados Unidos. Retomo la del Banco Mundial: En 2021, nuestro país (México) registró 28 homicidios por cada 100 mil habitantes. Mientras que Estados Unidos registró siete por cada cien mil habitantes. Siento ¿alivio? Pero a la vez tristeza. No había revisado las cifras desde hace muchos años, y si bien es justo por la cobertura de violencia que decido irme, me duele mi país. Mi bello país, mi hermoso y adolorido país; mi amado y lastimado país… y otra vez desciendo por la espiral del estrés postraumático… pero me gana la curiosidad. Hay una curva ascendente. Una tremenda curva ascendente, ahí, bien clarita: es a partir de 2007. Antes de aquel año, los homicidios en México no eran tan altos. 2007 es el año más bajo de homicidios en mucho tiempo. Pero pocos meses antes, Felipe Calderón, el presidente que llegó al poder “haiga sido como haiga sido”, ha declarado la guerra contra el narco.

2007: siete homicidios por 100 mil habitantes

2008: 13/100 mil

2009: 18 homicidios/100 mil

2011: 24

Luego un breve descenso, pero no mucho. Y para 2018, 30 homicidios por cada cien mil habitantes.

Es claro ahí cómo una política de seguridad atrajo un mayor número de homicidios, y no hablemos de la tasa de desaparecidos. Esa es terrible; es el núcleo del horror de los últimos lustros: unas 109 mil personas permanecen desaparecidas este año. Más o menos.

Pero aun así, me siento insegura en mi próximo hogar: Houston. Y es que yo vivo —¿vivía?— en la Ciudad de México. La considerada una “burbuja” de seguridad.

Leo las estadísticas: la de este año es un poco increíble. Siete homicidios por cada 100 mil habitantes en Cdmx en 2023. Apenas en 2015 había sido de 15. ¿Será verdad lo que reportan las autoridades?

Regreso a las cifras. De acuerdo con algunos portales, en 2017 Houston tuvo casi unos 12 homicidios por cada cien mil habitantes.

De mega ciudad a mega ciudad. ¿No podía haber pensado en una ciudad más tranquila?

Ganas de salir huyendo. Decido cancelar todo, huyo despavorida a Xalapa, la ciudad de mi familia materna. Mami, tías, primas, primos, sálvenme de este mundo horrible, quiero quedarme aquí. En la bella Xalapa. Pero me regañan: aquí no hay trabajo, no hay dinero, y secuestran gente a cada rato. Aquí no hay nada. Sí, ya “bajó un poco la inseguridad, pero no mucho”. Ya, señora, deje de llorar, ya quisieran muchos irse a Houston.

Houston, con mi miedo ahí vamos.

Recuerdo aquella vez que íbamos a ir a los rápidos, de paseo, y recuerdo cómo la noche anterior no pude dormir porque me entró uno de esos miedos irracionales. Mientras los demás dormían felices y roncaban a pierna suelta en la casa, yo tenía los ojos abiertos como platos. Pensaba, qué tal que nos asaltan o nos desaparecen en la brecha, camino a los rápidos. Un miedo incontrolable, porque… porque iremos a un lugar que no conozco, y en el que siento que no tengo el control, que soy vulnerable. Un miedo distorsionado pero paralizante, delirante, producto de cubrir tanta desaparición forzada, tanta violencia, tanta crueldad. Estrés post traumático, le dicen. ¿Cuánto en México cargaremos esto?

Este miedo difuso a lo nuevo, este miedo a Houston es mi estrés postraumático: esta sensación de que nada realmente puede salir bien, porque he visto tantas historias fatales, de familias que viajan y que no regresan: en Iguala, en Veracruz, en Morelos, en Michoacán. ¿Por qué si tanta gente ha sufrido, por qué mi historia puede ser feliz? También me lo pregunto. ¿Por qué hay gente que vive ajena a estos horrores, mientras que miles y miles de personas no? Es otra pregunta que me mantiene despierta tantas noches… Es sí, mi estrés postraumático. Ese que tengo por cubrir historias, ese que comparto con tantas y tantos compañeros periodistas, sin mencionar a las víctimas directas e indirectas de la violencia. Esa culpa de irme y abandonar a la gente, esos dolores que me ha dejado la mal llamada guerra contra el narcotráfico.

So, Houston, we have a problem. Aquí estamos. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]



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