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La compañía de Gardea

  • Juan Fernando Covarrubias
  • hace 5 horas
  • 4 Min. de lectura
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Hay un salto en el tiempo: es el año 2000 y estoy en la plaza que se ubica frente a Catedral, en el Centro. Estudio en un instituto comercial de la zona, mitad imposición de mi padre, mitad mi desgana de hacer lo que todos tras acabar la preparatoria (pero también mi desgana podría deberse a que no sé qué haré en la vida). Está por caer la tarde. Leo las primeras páginas de un libro que acabo de comprar en una librería de segunda mano que hoy ya no existe, pero que fue un referente en Guadalajara: Jardín de senderos. En la compra empleé el dinero que tenía destinado para el camión de regreso a casa (así de irrisorio fue su precio). Siento cierto temor, pero mayormente no me importa qué haré para volver. Desde ese tiempo ya me confiaba al azar: un par de horas más tarde, en la terminal de dicho camión, me encontré a un amigo, quien pagó mi boleto.

De literatura, en esa época de mi juventud, no conocía gran cosa. Incluso, la consideraba una palabra grandilocuente, ajena: literatura. Sabía en realidad poco, muy poco de autores, exceptuando a dos o tres nombres conocidos universalmente. Lo que hacía entonces era explorar con los títulos de los libros: comencé a leer aquellos volúmenes cuyo título me atraía, ¿a razón de qué?, no lo sé con exactitud (esto se parece también al azar). Algunos, lo supe después, fueron libros de buenos escritores, nacionales y extranjeros, con una carrera respetable; dos o tres libros, cuando mucho, me decepcionaron. Entre los descubrimientos agraciados figuran El lobo estepario, de Hesse; Cosmos, de Gombrowicz; Asfódelos, de Bernardo Couto; Nadie nada nunca, de Juan José Saer; Benzulul, de Eraclio Zepeda; La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth; Cuentos con dos rostros, de Ricardo Piglia; La ciudad, de Mario Levrero; Infierno de todos, de Sergio Pitol; el primer volumen de las Obras completas de Felisberto Hernández (y el de esa tarde), libros que me topé, todos, en librerías de viejo, a precios accesibles para un estudiante. Han sido encuentros raros, afortunados, porque frecuento constantemente librerías de segunda mano y todos estos libros que acabo de enumerar no los he vuelto a ver.

Vuelvo a esa tarde en el Centro: el libro que recién compré es una novelita corta, de un autor nacido en Ciudad Delicias, Chihuahua, y del que, hoy todavía, se sabe poco y se lee todavía menos. En ese momento en que leo en esa plaza todavía no sé decir por qué, pero es una joya el libro, lo intuyo. Se trata de El sol que estás mirando, de Jesús Gardea, en una bonita edición del Fondo de Cultura Económica (1981). El título fue suficiente para comprarlo (supongo ahora que también su precio). Es una de esas novelas raras, poco frecuentes, en las que no pasa mayormente nada: la vida de un pueblo es apacible, la de sus habitantes monótona; y de eso va esta historia que cuenta Gardea. Nada aparatoso, ni espectacular, ni violento. Mucho tiempo después de esa tarde sabría que Amos Oz decidiría ser escritor tras la lectura de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson: en ese libro, el autor estadounidense cuenta, también, la vida de un pueblo llamado Winesburg. No quiero establecer un paralelismo con mi historia, únicamente poner el acento en que la lectura en muchos casos deviene, al fin, escritura.

Desde la primera página el libro de Gardea me deslumbra: pocas novelas me han seducido desde el primer párrafo, incluso desde la primera línea, la primera frase. Y El sol que estás mirando está siendo una de esas pocas. El primer párrafo (fragmento): «Yo recuerdo a mi padre medio sordo. Lo veo trabajando sobre un tejaván, un día de verano, al atardecer». El segundo: «En el fondo del patio, que es largo, ha empezado a caer una sombra azul silenciosa. Los martillazos que da mi padre se hunden ahí, sin ruido». Y el final, quizá el mejor final que he leído de una novela: «Pichardo se volvió hacia mi madre y le preguntó: —¿Cómo viene Gálvez? Mi padre mismo le contestó: —Ahogándome con tanto viento, Pichardo. Pero lo prefiero al calor. Pasó un rato. Luego, mi padre volvió a hablar, con voz a propósito sofocada, pero que yo alcancé a oír (le dijo a mi madre): —Francisca —dijo—, ya no volveré». Narración pura, llana, abrillantada por su laconismo.

Mientras paso las páginas surge y crece en mis adentros una certeza: en adelante Gardea me acompañará. ¿A dónde? En ese momento, es claro, no lo sé. Hoy, ese camino está medianamente trazado y lo veo sin dificultades: las dos rutas de las que está compuesta mi vida (lectura y escritura) tienen, cada tantos kilómetros, un letrero que anuncia un cuento de Gardea, una novela de Gardea, un personaje de Gardea, un sedimento de la narrativa poderosa de este autor chihuahuense, poblada de voces, de atmósferas, de personajes (todos con un nombre difícil de olvidar), de paisajes austeros, pero sobre todo de silencios bajo un sol desértico que cae en picada, violento, sobre el mundo.

Aquella tarde del año 2000 en el Centro hubo un acto de identificación: no pretendo decir que me le parezco ni que quise hacerme su discípulo (no abrigo tal despropósito); solamente quiero subrayar que decidí, en esas horas en esa plaza, que en la vida iba a hacer lo que él hacía: escribir. Y es lo que he intentado en los últimos años. ⚅

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[Foto: Irene Tornez]

 
 
 

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