Hay una clase de narradores que no aparecen en X, antes Twitter, ni con mucha frecuencia en Facebook; muchos menos en las ferias de libros del país. No se animan a tanta exposición pública, pero los vericuetos de la vida literaria suelen llevarlos al temido tête-à-tête con el público. Están ahí por lo que escriben, por lo que saben y por las personas con las que se llevan. Es decir, los invitan a algunas actividades, pero no van a todas, eligen las que de verdad les interesa experimentar. Este rasgos de comportamiento de algunos autores me intriga. En parte porque no suelen tener lectores, porque son de los muchos narradores que se han caracterizado por publicar en voz baja en México (secretarías de cultura, institutos culturales, editoriales universitarias y editoriales independientes, etcétera, etcétera, etcétera), disfrutan todo el proceso de escritura y reescritura. Son excepcionales.
Publicar en voz baja no es malo; no para alguien que concibe la vida de escritor justamente escribiendo, leyendo o afilando palabras como a uno le viene en gana. Pero la vida de escritor también es pública en muchos otros aspectos, tan pública que los convierten en una especie de socialités. He visto a muchos colegas, pero muchos de verdad, ir a los festivales, a coloquios y a ferias de libro para capitalizar su talento en el arte del lobby literario y ganar amigos que se convierten en editores, finalmente en conexiones que conducen a una estancia superior en esta vida de escritor (tan vana en México, tan simpática y risible para quienes de verdad se dedican a la literatura), cuyos resultados pueden ser bien definidos: ganar una beca, obtener un premio o publicar un libro con poco que ofrecerle a un lector. A veces pasa todo junto: ganan premios, becas y publican libros. Pero su talento está allá arriba, en el escenario, porque el ejercicio de la vida pública de un escritor radica en algo similar a los concursos de belleza: tienen que caer bien, tienen que tener chispa, tienen que ganarse al público y jurar fidelidad a los organizadores.
Y las formas de ganarse al público han cambiado, por ejemplo, uno no se hace simpático con chistes viejos, uno debe renovarse, uno debe aprender a ganarse al otro de diversas maneras. No basta con la expertis del ponente o el interés del público. Se debe replantear la elección de palabras (inclusivas siempre, elocuentes siempre, retóricas nunca) con las que se logre consumar el interés y la pasión por muchas ramas de un mismo eje toral: la literatura.
Pero a la literatura no le interesa la vida pública del escritor. No le interesa de una manera u otra estos encantos seductores de la palabra, porque hay muchos autores que son endiablamente buenos con el público, pero su trabajo escritural no les ayuda mucho. Y paradójicamente tienen montones libros dispersos por acá y por allá, muchos libros publicados con la manufactura ideológica de Televisa: lo que le gusta a la gente, a los jurados de premios y a los jurados de beca. Son muchos libros, muchos foros, pero no hay literatura, sólo buenas intenciones en todo esto. Son animadores de actividades literarias en público, pero no autores. No pueden serlo con suficiencia. No son excepcionales.
La literatura de verdad no suele embonar con las ferias de libro o con los coloquios o con los tuitazos o facebookazos o con los periodicazos sobre escritores y lo esplendente de su obra. Pero las actividades públicas sirven para “promover a un autor”, para darle un nombre y meterlo a una geografía literaria. Nunca se habla de la obra sino de la persona, que si son guapos, educados, inteligentes, gordos, flacos, magnéticos (la minoría), pero nunca se pone a prueba la idea de lo que es un escritor, porque a esas figuras no se les lee, se les escucha. ¿Qué criterios tendría uno para emitir un juicio? ¿La articulación discursiva, la timidez a ultranza? ¿El amplio vocabulario? ¿Un alma oscura encubierta por el atuendo bitonal (pantalón de mezclilla y playera negra cubierta por un saco, un blazer o una chamarra) del o de la autora expuesta al público?
Este juego de pasarelas nos acerca a escritores cuyos talentos están relacionados con las relaciones públicas, pero gracias a ellos se consuma una industria que pondera, organiza e incentiva sólo a ciertos autores, justamente los que tienen más redes sociales, más promoción, más conocidos en el medio, más tiempo en la tarima y poco en el escritorio, a solas, con el texto. Quizá eso sea lo menos importante, estar a solas con el texto, porque la mayoría de ellos, los de las ferias, son impulsados gracias a editoriales posicionadas en el Continente Literario. Asumamos que los más famosos son quienes siempre reciben más fama y más apoyo editorial. Para ellos todo, para los demás, en el mejor de los casos, un poco de atención. Atención a secas.
Bajo esos parámetros es complicado tener una opinión valiosa sobre lo literario en estos circuitos de promoción. Es importante estar ahí para quienes necesitan vender libros, pero para quienes llevan la tranquila emoción de hacer lo que les place en la literatura, créame, no pasa nada, ni se inmutan por estar o no estar ahí. No les conmueve ni les emociona la idea del público. Los escritores ortodoxos son ajenos a ese circuito promocional. Sobre todo porque no tienen esa necesidad mundana de validación, la urgencia de ser reconocidos como buenos escritores y esa necesidad, en algunos casos, los lleva con entusiasmo y optimismo a bajar la guardia y se abren al ruedo. Es como asistir al espectáculo de un cantante de ópera, cuyo talante es tal que le permite vender muy bien ese espectáculo.
Si de verdad funcionara esto como nos lo dicen muchos talleristas literarios bien formados, este negocio, el de la literatura, tendría únicamente estantes con libros, textos que hablan por sí mismos, no por interpósita persona: agente, editorial, editor, departamento de relaciones públicas y autor. Pero la realidad es otra, habrá que comenzar por leer mejor y más para no ser timados por el espectáculo de ópera de cantantes afónicos, que los hay, y son muchos. Legión es su nombre.
Lo bueno de las ferias de libro o los coloquios o los ritos de paso (publicidad y redes sociales) para vender ejemplares es justamente que gracias a los famosos, los curiosos –quienes estamos interesados en asombrarnos como lectores– podemos encontrar material de calidad en pequeños estantes o espacios. Y eso, como usted sabe, ya es una victoria. Los famosos son el polo opuesto de los excepcionales. Se repelen, pero forman parte del mismo ecosistema. Como el tiburón y la rémora. La rémora no agrupa a los excepcionales. Nunca. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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