Nadie nos dijo que llegar a los treinta era despedirse de los padres. Frente a las velas de flama azul contemplo la despedida. Pienso en la edad que mi papá tenía cuando murió la abuela. Y es justo la edad en la que ando, los treinta. Treinta y cinco y cuarenta años, casi todos los adultos de mi edad están despidiendo a sus padres. Observo la llama azul y pienso en los míos. Mis padres. Espero que la vida me deje llegar a los 50 y ellos con vida... El funeral es de alguien a quien no conozco y sin embargo, entristezco. Escucho a miembros de la familia hablar sobre el difunto. Pero ni los hijos ni la esposa, ni los hermanos lloran. Todos parecen saber que esto pasaría. No tiene nada de raro. Imagino a mis padres. Pienso que en lugar de rentar la funeraria para el velorio, a mis padres los velaremos en casa, como siempre ha sido con los miembros de la familia. En mi pueblo se acostumbra que los vecinos llegan con insumos para el velorio. Aquí, en la ciudad, parece que todos llegaran al últimos check list de la oficina.
Una chica en las escaleras del baño dice que ya no aguanta más la botas que trae puestas y el chico que la acompaña insiste en que se las quite, pero ella, necia en la pulcritud del outfit, dice que puede soportar media hora más antes de despedirse. Mientras hago fila en el baño dos abuelitas discuten sobre el té y el pan que se ofrece. Yo repaso con la mirada el cuarto, pienso en los míos. Allá, en el pueblo, la gente llega sin que la inviten. Llegan, así nomás, porque conocían al difunto. Cuando salgo del baño ya llueve, veo la llama azul de las velas que custodian el ataúd y pienso en el frío, en la tristeza de esta familia que por primera vez esperará la navidad sin el padre. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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