Uno no debería escribir de los amigos, sobre todo si éstos han muerto. Las razones son obvias: se corre el riesgo, desde luego, de hacer un texto complaciente y lleno de elogios, lejos de un ser de carne y hueso, con pasiones y miserias. Por fortuna no es el caso de Andrés Rubio Saldívar (1947-2020), porque si hubo alguien capaz de reírse de sí mismo fue él. Sobre todo de las causas que movían su vida: la revolución y la lucha social. Historiador de carrera, estudioso de los movimientos sociales en su expresión más radical, Andrés sabía que lo suyo era una tarea difícil. Asumía la sociedad de consumo en la que estaba: «La gente no está pensando en hacer la revolución; la gente es feliz con un carrito de compras en el súper. ¡Somos unos hedonistas!», decía con un dejo de amargura.
Así que Andrés vivió su vida como lo que fue: un idealista. Un idealista marginal que nunca se sujetó a las cosas materiales. Como Joe Gould, un egresado de Oxford perfilado por el periodista gringo Joseph Michel, que terminó en una vida marginal, seguro de que si fuera dueño de un edificio no sería así del todo, sino que el edificio lo poseería a él: consumiría su vida pendiente de que nada le pasara a su propiedad. Andrés tenía esa convicción. Nunca poseyó nada. Nunca aparentó ser lo que no era. Por eso, cuando llegó a tener un centavo fue solidario y compartido. Siempre anduvo con lo justo y sin más pretensiones que incidir en el cambio social del país. Viajaba seguido y ligero. Su mayor valor, su carga, eran sus ideas. Es el riesgo sí, de escribir de los amigos, el mismo riesgo, pero a la inversa, de escribir sobre los enemigos. El afecto o el rencor condicionan el texto.
De Andrés no, ya decía. Por ejemplo, siempre contaba una anécdota sobre la separación de su familia. “Mis hijos —decía— me preguntaban: ‘¿Papá, por qué te fuiste, por qué dejaste la casa?’. Yo no tenía mejor respuesta que decirles la verdad: que me había ido a organizar la revolución”. Luego, pasados los años y llegado 1994, cuando apareció el EZLN le volvieron a preguntar: “Papá, ya está la revolución, ¿no te vas a ir a la lucha? ¿No por eso nos dejaste, para agarrar las armas? Y yo les respondía: ‘Ahora no puedo; que no ven que estoy cuidando a su abuela en su lecho de muerte. Jo, jo, jo’”. Y rompía a reír con esos grandes dientes amarillos de tanto fumar.
“¡Uno se vuelve cínico!”, decía, con su tono de voz de antiguo yucateco.
Y a pesar de todo era un entusiasta. Siempre con una palabra de aliento para quien se encontrara en su camino, tuviera problemas económicos o sentimentales; y con una capacidad de asombro para lo que a cualquiera se nos hacía común. «Es sabrosa la Coca-cola, verdad; qué sabrosa es», decía, pero lo decía como si fuera la primera vez en su vida, en sus más de sesenta años, que hubiera probado una Coca-cola bien fría, con un brillo casi infantil en sus ojos. Me recordaba a Cormac McMarthy en La Carretera cuando en su búsqueda por sobrevivir en un mundo posapocalíptico un hombre conduce a su hijo por senderos donde no se toparan con los antropófagos en que nos habíamos convertido. En uno de esos trayectos se encuentran con un centro comercial en ruinas. Hay una máquina dispensadora de Coca-cola; el padre logra sacar una lata. La abre y al tiempo produce ese característico sonido; el niño la bebe y hace un gesto de asombro al saborear algo tan delicioso, algo que jamás en su vida había probado. “¡Hace burbujas en la boca!”, dice el niño con sorpresa. Su padre asiente feliz de haberle regalado ese pequeño placer a su hijo en medio de ese mundo distópico.
Así Andrés. Y lo mismo con el pan, con el café, con la cualquier comida. Con el mezcal. Un hombre que vivía, que saboreaba las cosas, como si fuera el último día de su vida. Quizá por eso siempre estuvo urgido por aleccionarnos a sus amigos. Siempre hablando de lo mismo; a veces, muchas veces sobre las misma línea de ideas, pero otras retomando experiencias extranjeras. La revolución, la lucha social, la importancia de concientizar a la gente sobre un cambio de rumbo en la política del país con tal de que los gobiernos fueran para el pueblo y no para unos cuantos. Asesoró muchas veces a colectivos y organizaciones sociales sin cobrarles un peso y siempre, siempre nombró a las cosas por su nombre.
A Rubén Figueroa Alcocer nunca lo bajó de asesino, de ser el responsable directo de la matanza de Aguas Blancas. Al Ejército, de la masacre de El Charco. Y nunca ocultó su admiración, como se admira a un santo, hacia Genaro Vázquez Rojas. De este escribió un libro que en los noventa le editó el periódico Pueblo: Un Hombre, un Ideal: Genaro Vázquez Rojas. Y no es que dijera lo que pensaba solo en charlas de café, que también, si no en múltiples foros a los que fue invitado y que aún varios de ellos se pueden hallar en internet. Dice Juan Villoro que en la era del on line, si no apareces en Google es porque no existes, porque algo estás haciendo mal. No porque así sea, sino por cómo aparecer en el buscador más famoso del planeta nos da, o no, identidad, nos reafirma como entes y nos da ese sentido de trascendencia.
“Soy un buscabulla”, decía y hacía fintas de boxeador tirando puños a uno con sus manos inmensas y duras como bolas de billar. Luego rompía a reír con esos dientes grandes y amarillos que después se le hicieron pequeños y blancos debido una placa que tuvo que usar. Lo conocí en el 2000. Me lo presentó Raúl Rojas. Raúl es de esas personas que no tienen empacho de hablar bien de la gente cuando se lo merecen, lo mismo que hablar mal si se lo merecen también. Así que cuando Raúl, que conocía desde 1995, me dijo que Andrés había sido pieza clave para que Carlos Montemayor investigara y escribiera Guerra en el paraíso, le creí. Luego me dijo que tenía que entrevistarlo. Me regaló su libro y me dijo que había estado en Nicaragua echando tiros.
Andrés fue a la redacción del periódico en el que por esos años trabajaba. Con verlo me pareció un personaje salido de algún libro. Llevaba una gabardina gris oscuro y esa barba castrista —él siempre le llamó así— que pocas veces o nunca se aliñaba. Habló de la lucha social, de la guerrilla, de los desaparecidos, de la teología de la liberación —los reporteros veníamos de reportear esos temas tras la irrupción del EPR y el ERPI en Guerrero entre 1996 y 1998—, del Cisen, de Gobernación, de la cárcel de Lecumberri. De ahí cultivamos una amistad a prueba de todo. Muchas veces me dio su palabra de aliento cuando pasé malos momentos; siempre tenía el título de un libro para la ocasión y nunca se quejó de nada personal; de su insolvencia, su soledad o su enfermedad. Cuando le preguntaba qué tenía, qué dolencia cargaba, decía, parco: «Un achaque» y zanjaba el tema.
Él así era: entregado a sus amigos. Hablé con él en plena pandemia. Correría mediados de aquel julio cuando pude contactarlo después de meses sin saber de él. Me sorprendió que a pesar de su enfermedad –padecía de problemas muy severos de columna– me habló de los temas de actualidad. Del presidente Andrés Manuel López Obrador y la 4T, de Morena y su desorganización; de lo que veía venir y lo que no para el país; de lo que estaba trabajando —no escribiendo, él nunca escribió, se le dificultaba sobremanera, y no porque no pudiera, sino porque no tenía práctica—; decía que había un dejo, una puerta entreabierta hacia algo diferente. Quedamos de seguir hablando. Nos despedimos con parabienes y abrazos a la distancia sin imaginarnos siquiera que sería la última vez que escucharía su voz.
Cuando supe de su muerte en un grupo de WhatsApp de colegas no pude evitar acordarme de ese pasaje demoledor de Paul Bowles en El Cielo Protector. «La muerte —dice Paul Bowles— está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible, pero como no sabemos pensamos que la vida en su pozo inagotable; sin embargo, todas las cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. Cuántas veces más mirarás salir la luna llena, quizás 20 y, sin embargo, todo parece ilimitado».
Tampoco pude evitar acordarme de lo que Andrés siempre decía cuando tenía que retirarse luego de una reunión de café o una comida o en la redacción del periódico.
—Ya me voy —decía—, para que puedan hablar mal de mí. Jo, jo, jo.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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