
Es la hora en que todos duermen, la hora en que la casa recoge los ruidos y los acomoda en el rincón que les corresponde. Hoy llueve. Las gotas golpean la lámina de la casa de mi tío. No tiene mucho que reemplazó la que estaba. Hace casi un año el huracán Otis arrancó la que tenía. La lámina que está es otra. También es otra lluvia. Son otros aires, otros ruidos. Aunque es de noche, no se repiten igual.
Es tarde y tus ojos lo saben, hija. Cierras los ojos y basta un minuto para que pesen como anclas. Caen al precipicio de tu sueño y tu mirada, hacia adentro, mira las palabras que te digo. Te hablo despacio. Sonríes. Tu mamá parece escuchar porque también sonríe. Dos niñas duermen. Están cansadas, sí. El ajetreo del día y el sopor de la mañana agotan a cualquiera. Pero yo estoy aquí, viéndolas desde la noche, abriendo las pupilas para no dejar entrar tanta oscuridad. A veces, cada cierto tiempo, se escucha cómo le bajan la palanca a la taza del baño. No es mi padre. Ni mi madre. Ni mi abuela. Son los recuerdos de aquella casa abandonada. No, no hay nadie, salvo el golpeteo de la lluvia. Intento escribir. No puedo sino recordar las palabras que te digo mientras duermes. Tienes los ojos de tu mamá, los labios de tu abuelo y el carisma de un ángel. Eres mi hija, sangre de mi sangre, que duerme mientras su padre le dice cosas como “Gracias por ser mi hija”. “Qué no daría por alargar cada uno de tus momentos felices”. “Qué no daría por llevarte hasta el cielo para que sepas cómo es la lluvia y no sólo la mires desde abajo”. Pero entiendo que estás dormida. El silencio arrulla tu sueño. No dices nada. Tu mamá tampoco. Están muy dormidas. Quizá las dos estén en el mismo sueño porque sonríen. Son como la lluvia: un suave golpeteo en el corazón.
La noche me dejó una tarea: escribir mientras otros duermen. Escribir el recuerdo, la nostalgia, el paso de los días, la lluvia latiendo sin pulso, el viento ahogándose en la neblina. La ciudad está invadida de luces tuertas. No hay casa que respire vapor que brota del suelo. Están las nubes, lejos, como queriéndose arrancar para siempre el nombre.
Es hora de dormir, pienso. Las arropo. Les dejo mis brazos para que no tengan frío. Me alejo un poco de la cama. Se abrazan. El peluche que tanto amas, hija, queda de espaldas a la pared. No hay silencio: hay dos corazones hablando en la lengua del sueño. Me voy al escritorio. La silla no dice nada. Las luces apenas susurran algo. Es poesía. La lluvia dejó de caer, pero sobre mí se derrumba el diluvio.
La noche es testigo de esto que escribo. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
Comments