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  • Jesús Bartolo

La Quebrada que quiebra en la memoria sus clavados


Viví cuatro años en Acapulco mientras estudiaba la carrera que me ha dado de comer por 28 años. Durante ese lapso de mi vida habité en el barrio Guinea, un conglomerado de casas y callejones que subían hacia el cerro y extendían en sus faldas su laberíntica complejidad. Si no eras habitante de ese espacio llegabas a extraviarte sobrio o beodo. También no se recomendaba entrar sólo por esos lindes, menos de noche, donde las esquinas se humeaban de alcohol y mariguana.

En ese tiempo de estudiante en el puerto pocas veces visité el mar, pero caminé sus calles calurosas con decisión y sin miedo, sus noches sin prisa en mi sano juicio o hasta las manitas, congestionado de cerveza y ron, siempre armado con una mochila donde llevaba el uniforme de la escuela y las ganas de caminar mundo.

Dormía… no, cuando se es joven poco se duerme y se sueña mucho. Lo que no recuerdo es cuántas veces pasé por un lado de La Quebrada, ni tengo memoria de haber mirado los clavados, pero fresco sí que amanecí muchas veces en Sinfonía del Mar libando con desconocidos y por aquel tiempo con prospectos de escritores que ahora son una realidad. Jamás tuve la curiosidad de mirar cómo se lanzaban aquellos hombres con miedo y valentía a la vez, desde un risco contra la furia del mar y las cornadas del viento.

Me fui y regresé muchas veces al puerto de mis juergas y tampoco tuve la oportunidad ni el deseo por mirar esas piruetas en el aire que atraen el turismo cada vez más incipiente al puerto. Tampoco me entusiasmé mucho cuando descubrí que los vecinos de la tienda más cercana a la casa eran clavadistas, y que tiro por viaje nos invitaban, más bien invitaban a los primos con los que vivía, a mirarlos desafiar la gravedad. Lo más cerca que estuve de La Quebrada fue cuando me alojé en el hotel El Mirador y no miré los clavados por estar entretenido en emborracharme con una runfla de escritores en un encuentro de escritores, con los cuales entrados en copas nos entretuvimos arrojando botellas hacia el mar como si fueran clavadistas sin destino.

Mis desencuentros con La Quebrada son encuentros en mi memoria no sólo con el mar y el brevísimo vuelo de esos hombres armados con su arrojo y la historia de aquel espacio que siempre ha estado ahí y que por una y otra cosa hemos pospuesto nuestro encuentro, sino con el recuerdo de aquella época que entre alcoholes y desveladas, charlas más largas que la noche, se construyeron amistades, robé libros, comí más tortas de relleno que mi hambre y tacos ahogados, bebí el alcohol completo de la alberca más grande de Acapulco, caminé sin sosiego a la sombra y al calor de su cielo y un día desapareceré de sus calles como un fantasma de las historias de las abuelas cuando mueren, pero no desaparecerá de mi memoria y de mis poemas. Aunque La Quebrada no aparezca en algunos de sus versos. ⚅

[Foto: David Espino]

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