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David Espino

La Santa Grifa, o la lírica de la violencia que se debe oír

Actualizado: 15 feb 2022


El escritor brasileño Paulo Lins, autor de Ciudad de Dios —sí, después fue más conocida la película— dice que para que pudieran entender la violencia urbana de las favelas de Río de Janeiro —entre ellas la homónima que lleva el nombre del libro— se integraron grupos multidisciplinarios con antropólogos y trabajadores sociales; criminólogos, sicólogos, sociólogos, periodistas, gente de la comunidad y hasta sacerdotes preocupados por la violencia sin control salida de bandas de la droga que usan a los chicos como carne de cañón.

Todos se dedicaron a una cosa: hablar con ellos en las cárceles y en las barriadas, a escucharlos y escuchar la música que los entretiene. El funk, el hip-hop y el gansta rap que oyen cuando se sientan a fumar mariguana para hablar de sus proezas como bandidos. Ir a sus fiestas y a sus juegos de futbol, no como policías ni con el afán de juzgarlos, sino de entenderlos. De buscar una mínima empatía.

La música que oyen dice mucho más de ellos que un Ministerio Público con una visión preconcebida y prejuiciosa. Dice más que un juez que aplica la ley con una biblia en la mano. Y se puede oír en las calles de las colonias y barriadas si tan solo se caminara por ellas. No policías ni agentes del MP, sino antropólogos y trabajadores sociales; criminólogos, periodistas, sicólogos, sociólogos, guiados por sacerdotes con sentidos social y gente de la comunidad.

Cuando Jon Lee Anderson escribió Los demonios, una crónica sobre Morro do Dendê, una de las favelas más violentas de Río, se guío por un rap que oyó en la calle para tratar de ver más allá de lo que las mismas calles le decían. La cantaba Fernandinho, el líder de un grupo criminal del barrio, y decía más o menos así: “No hace falta que diga más. Estoy lleno de odio. Soy bueno, pero no blando. Se los digo a todos: no soy malo con los de aquí, no lo soy. Odio a Chorrão, a PQD y a Noquinha. Si se alían con ellos, los cortaré en pedazos. Se pueden ir con el tipo que no les conviene. Pero cuando los agarre, el león los devorará”.

Yo digo que se puede hacer lo mismo en Acapulco. Es decir, construir desde cero un grupo multidisciplinario que se encargue de hablar. De hablarles y sobre todo escuchar a los chicos en las barriadas y en los cinturones de miseria, en las cárceles; conocer sus sueños y sus frustraciones, sus amores y sus odios. Escuchar su hip-hop y su gansta rap. ¿Sabrán los gobiernos que se llama gansta rap? Tratar de entenderlos desde sus letras, sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, sacándolos del estereotipo en el que se les encorsetó.

Un buen comienzo sería oír la música que oyen. O antes, saber qué música oyen. Sería un buen comienzo si oyeran, por ejemplo, a La Santa Grifa: “Entre vicio y muerte se vive mi ambiente de una vida muy loca / Entre vicio y muerte se vive mi ambiente / Homie el tiempo se agota. / Se clasifica vida buena o vida mala / la siento buena / el problema es que me acaba”. Dice un rap de esta banda que oí no en la radio ni en You Tube, que también está, sino en la periferia polvorienta en una cobertura sobre violencia urbana.

La narrativa de la violencia en muy común en los cinturones de miseria. Son líricas marginales —que no llegan a lo underground sino más abajo—, que parecen decir más de lo que se escucha a primer oído: apologías, recriminaciones, elegías o gritos de auxilio. Es cuestión de prestarles un poco de atención. El vocalista de La Santa Grifa, de voz aguardientosa, desgarrada y sin apenas melodía, no canta, a veces sólo habla las letras del rap con un tono muy barrio. Tal vez por eso es que tantos chicos se identifican con ella.

“La curiosidad mató al gato / la adicción al bato / por andar de loco a cada rato. / La vida loca que llevo en el vecindario / ya te la sabes, homie, que esto es de a diario / No falta el gallo y locos pa’fumar / La hierba santa para alucinar / Sin importar que tan corta es mi pinche vida / que se consume como veo pasar los días”.

La música que oyen dice mucho de ellos. No los narcocorridos de aquel Movimiento Alterado cuyos letristas ganaron millones escribiendo de narcos chics desde Los Ángeles y del que se hizo toda una industria —alguna vez, por cierto, describí un cancionero aquí—, sino las letras de quienes viven en las zonas marginadas de Acapulco (de Zihuatanejo, de Iguala, de Tlapa, de Chilapa, de Chilpancingo más o menos, menos o más golpeadas por la misma violencia— y que padecen a diario la frustración de vivir en un sitio vendido como un paraíso que para ellos está perdido; que desde hace mucho ha dejado de serlo.

Yo digo que se puede hacer lo mismo. Es decir, construir un algo, un grupo, desde la Universidad de Guerrero, por ejemplo; desde la sociedad civil, desde el gobierno o desde los tres lugares para estudiar desde diferentes ángulos la violencia urbana. Para empezar en Acapulco y luego replicar el método, si funciona, a otras ciudades con índices altos de eso que llaman homicidios dolosos. Creo que sería bueno, para empezar, empezar a oír la música que oyen aquellos a quienes creen perdidos. “Siento que voy viajando conforme mis pasos / siento que voy p’arriba pero voy p’abajo / mientras le busco unos atajos / con los ojos cerrados / recuerdo todos esos enterrados”.

Es La Santa Grifa, y la rola se llama Entre vicio y muerte.⚅

[Foto: David Espino]

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