Hay ciertos olores que nos hacen regresar a un lugar o a un momento determinado de nuestras vidas. El aroma de una sopa de coditos, el olor del papel de un libro viejo, una mochila de cuero, un perfume dulce, hasta el olor fétido del mercado o el de la basura que se pudre en una esquina, como si fuera Jean-Baptiste Grenouille.
La memoria olfativa es como un jab violento: Nos sacude de pronto y nos transporta en un largo viaje como un sueño producido por un somnífero. Quizá no se recuerden los detalles a la perfección —pues esos se pierden—, sino que los recreamos, inventamos o reconstruimos a partir de la imaginación, como un juego de Lego.
Un olor es como una foto, como una frase que nos lleva a un recuerdo. La memoria nunca es suficiente dice Todorov. La memoria es como un enorme rompecabezas, fantástico y terrible, que uno arma en la sombra de ciertos recuerdos. Siempre nos sobran piezas o nos hacen falta. Las embonamos a la fuerza, tratando de construir una narrativa que nos sea satisfactoria, por ello nos queda un puzzle inventado con retazos de relatos que se confunden, y ahí vienen las discusiones, a veces acaloradas, con los hermanos, el padre o la madre (cada quien tiene una versión diferente de los hechos), para armar bien las piezas de ese rompecabezas infinito e imposible. No siempre salen bien las cosas.
Cuando entro a mi biblioteca el olor de los libros combinado con el polvo y la nostalgia me hacen recordar a mi papá y sus libros de contabilidad y marxismo. También evoco los libros de escritores rusos (una gran herencia que aún conservo), y de ahí de pronto salto a mi infancia, a los juegos que junto con mi hermana inventábamos todas las tardes en el patio de casa. Recuerdo a mi tío Lencho haciendo concursos para que escribiéramos historias, y a mi hermano, gran lector desde la niñez que desde lejos nos veía jugar, a mi mamá regresando a casa los fines de semana, porque tenía que trabajar fuera, con su uniforme de enfermera. Ya en la prepa la recuerdo dándome dinero, que no sé de dónde sacaba para que yo, ya adolescente me comprara mis libros, discos y casetes, y todo eso llega de un simple aroma, y así voy reconstruyendo mi vida, o los retazos de mi vida que aún conservo.
Como un asunto proustiano me orillo a la memoria como una búsqueda del tiempo que se ha disuelto, que se ha disipado con los años. De pronto me detengo e imagino. La imaginación resulta más fructífera que la memoria. Nuestra memoria es ficción, un invento. He escuchado a mi hermano contar en la sobremesa mil veces las mismas anécdotas, y cada vez le agrega y le va sumando pequeños detalles. Siempre causan el mismo efecto la risa disparatada de los que escuchan, y una molestia en los que estamos, o jugamos un rol de personajes en esas historias que mi hermano ha venido inventando a lo largo de los años, que han alimentado el mito familiar, donde mi primo y yo somos unos cobardes que corremos a escondernos a media noche gritando y dando traspiés en la oscuridad. Mi papá, un distraído que siempre está buscando sus lentes o las llaves del auto. Mi hermana, un energúmeno enojón. Claro, él nunca aparece en esas historias, él es como Sherezade, sólo un observador que narra esas fábulas para entretenernos en la sobremesa y reconstruir así nuestra mínima historia familiar.
Un olor y ¡zaz! de pronto veo a mi mamá preparando unas galletitas. Usaba las latas de la leche Nido como comal. Mi papá las cortaba, las extendía y dejaba la lata plana. Ahí mi mamá preparaba unos ricos polvorones de naranja. No he probado otras galletas tan sabrosas como esas, en un rato todos, como grandes trogloditas que éramos, las devorábamos.
Un olor es un recuerdo, un recuerdo es parte de nuestra existencia y los recuerdos son lo que somos, lo que hemos sido y lo que pronto seremos. Un recuerdo o un olor que aguarda en una calle, un cuarto, un libro, una tienda, en el closet, ahí estamos acumulados en todas partes.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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