Antes tenemos que atravesar Chilpancingo…
Escuchado en el camión.
Hace cinco meses llegué a Chilpancingo y la ciudad se me presentó como un animal garduño. Uno se acostumbra a lo que se toca con los ojos y poco a poco abandona esa extrañeza que prodiga todo en su reposo. Me gustan las marcas que ahondan lo cotidiano y por eso me gusta este lugar. Por eso marco el transcurso de los días en tajos invisibles que hacen su traza en la memoria.
Me gusta Chilpancingo, la ciudad de las arañas, ciudad tarántula que tarantula todo en su psicósfera. No me gustan el caos ni la violencia, todo lo signan, todo lo llena de calambres y estertores lo mismo que de bulla, aun así, Chilpancingo regala maravillas. A pesar de los muchos muertos que derrenga eso que llamamos narco, eso que abarca todos lados y en todas partes presenta su mano con ojos. Llamamos narco a eso que no entendemos y para no hurgar la superficie llamamos narco, esa palabra que nada dice, pero nos permite callarnos y detener el pensamiento para no rebujar en la palabra connivencia, para no dejarnos huérfanos en los brazos omnipotentes del Estado. No me gusta eso que llamamos narco y dejamos a merced de la palabra. Son muchas las frases hechas que nada aluzan, que poco aportan.
Pero a pesar de los asesinados, me gusta este lugar. Me gusta caminar sus calles buscando arañas en los baldíos, constelaciones enteras que tejen hilos de cristal para saciar su hambre. Mientras escribo esto los solares de mi calle se preñan de arañas y telarañas. Constelaciones. Me gusta darles de comer a las arañas. Y ahí vamos, echándoles chinches, mariposas o esos animales que semejan espinas verdes con cantos negros. Nosotros alimentamos a las arañas.
En Oaxaca iba en las noches, a la vera del río, a matar cucarachas con mi hijo. A veces extraño Oaxaca, me gustaba aplastar cucarachas y escucharlas reventar bajo las suelas. Pero me gusta más alimentar a estas arañas patonas; no sé su nombre y eso no me gusta. Sé, aunque no me bastan los decires, que les dicen arañas de las frondas, arañas seda dorada, arañas arborícolas. Me gustan ver esas arañas tejerse en todos lados, tan dueñas de los solares baldíos, tan dueñas de sí y del cableado eléctrico, me gusta su obraje a contra luz. Me gusta sopesar los tamaños de sus culitos verdes y alargados, en la universidad hacen cortinas de sarcina con el dejo de los pinos y no he visto, es estos cinco meses, pájaros arrancándolas del cableado eléctrico. Quisiera saber cuándo firmaron los tratados de paz y de respeto.
Y me gustan los guayabos y me gusta no saber que me gustaban tanto los guayabos, parecen primos del cuajilote, tan de cobre. Me gustan los semejos de piel cayendo de sus cuerpos. Me gustan los guayabos y los insectos, las avispas verdesazuladas que vuelan rasantes buscando, tornasolando el arte de su hambre sobre el suelo.
Me gustan los gusanos que manchan lunares en los árboles, negro terciopelo de jetas rojas que se mueven lento. Me gustan las mariposas grandes que parecen vencer su vuelo bajo el peso de sus enormes alas casi blancas, casi de papel cebolla.
Me gusta Chilpancingo y si los primeros meses me resultaba ajeno echar los tacos, las enchiladas o las quesadillas en el consomé, hoy me resulta un prodigio.
Se come bien en Chilpancingo. Pero no voy a hablar de tacos y taquerías: esto se llenaría de tamales nejos y gorditas de habas y frijol; esto se llenaría de semillas y de pay de queso, todo se untaría en la crema y el requesón que vende la güera de Zumpango los sábados y los domingos. Ella, la Más Deseada del Mercado, la Siempre Esperada. Sus clientes la esperan como suricatas atilincando su mirada hasta la avenida, en espera de verla cruzar la calle con sus bolsones en mano.
Me gustan las ilamas y aquí las ilamas son baratas, cuando recién llegamos había mamey, y el kilo de mamey costaba treinta varos. Me gustan los tamales, los elotes criollos y los bolillos de horno de leña ¿va llevar? Me gustan el mercado y sus quelites. Me gusta ver a mi hijo comiéndose la corteza los pays de queso. Me gusta llegar al centro con los ojos llenos de luz y la seguridad de ir los domingos al mercado.
Me gusta el mamey y me gusta el mercado. Me caen a toda madre los manes que venden aguacates hasta el fondo y que ya no me dicen güero pues saben se los regreso. ¡Pinches güeros! Se la pasan echando desmadre, trabajan contentos como trabaja la banda que disfruta lo que hace. Ellos viven y piensan y no están esperando que les paguen para eso. Me gusta esa pandilla.
Y me gusta Chilpancingo, la ciudad de las arañas. Me gusta encontrarme tarántulas caminando la banqueta. Y me gusta haya revivido el colectivo que lleva tal nombre. Y es que decidimos despertar a La Tarántula. No diré nombres, sólo diré que somos un chingo. Y seguiremos sumando. La Tarántula sigue dormida, pero le estamos picando costillas. Sí sí, de sobra lo sabemos: La Tarántula sigue y seguirá dormida.
En octubre, ¿todavía es octubre? Estuvimos tirando y presentando libros. Quizá este texto debí escribirlo un poco antes, pero no se me ocurrió. Como sea, me gusta Chilpancingo porque nomás es cosa de juntarse y hacer cosas, los espacios están puestos y hay un chingo por hacer y me gusta que haya mucho por hacer. Talleres, por ejemplo, o círculos de lectura en la universidad o ir a contar cuentos a los parques o armar cineclubs de debate, hacer revistas, tomar edificios para convertirlos en laboratorios comunitarios, partirle la madre al narco y al gobierno pues muy parecen los mismos…
Me gusta la universidad, me gusta el olor a coco que se levanta y vuela cuando vas entrando o subiendo las escaleras del edificio de Filosofía. Me gustan los títulos sujetos al canto de las escaleras. Me gusta que el primero de todos los títulos sea Pedro Páramo, como DVD.
Me gusta El Coronitas y me gusta atravesar el Congreso de Anáhuac cuando los politicastros no deciden hacerlo suyo. Me gusta tener dinero para ponerme pedo y luego crudo. Me gusta el mercado de San Francisco, me gusta darme cuenta que el cantadito se mete a mi voz y hurga mis versos y palabras. Me gusta esta ciudad que el viento azota. Me gusta que sople el viento y me regale claridad...
Me gusta esta ciudad que me dice: soy tuya si me quieres. Me gusta la universidad, el olor a coco que pinta las escaleras, me gusta que somos la única universidad que cuenta con una Facultad de Ciencias Quimico Biológicas, sin importar lo que eso sea. Me gustan algunos de los trabajos que estamos gestando en la maestría: me gusta su regalo de palabras: Chalpatlauac, Beuchot, Lopategui, música, recepción, tejido, abyecto, Garro, piel, intertexto, Dragón blanco. Me gusta este lugar, me gusta su olor a coco y a corozo. Las manchas de humedad que pintan jetas en el azul de las paredes.
Me gusta la palabra universidad, tan medieval, agotando su destino.
Me gusta el zanate azul y los ojos de Nahuie Olín que son más glaucos y más oscuros y más profundos si es Olga quien los pinta.
Me gusta quedarme chato ente la noche, me gusta la noche en Chilpancingo. Me gustan las calles y me gusta ser hombre y no tener miedo de que me maten mientras camino las madrugadas. Pero más me gustaría, más todavía, que no mataran mujeres y que su miedo fuera cosa del pasado.
No me gusta la muerte si es regalo de asesinos.
Me gusta la admiración que nace de las pláticas. Me gusta el jueves y el pozole, el palo de chisme y el chilate. Me gusta el corredor gastronómico, suena tan vasto y es tan chiquito.
Me gusta esta ciudad, me nutre, me vuela y me amaranta en su huazontle. Me gusta esta ciudad que nace bajo la sorpresa mis pasos, ciudad a la que nombro buscando su cobijo, me gusta la ciudad de las arañas.
Me gusta el mimetismo de mi voz y quiero oler el té de toronjil para saber que nada se me escapa.
Me gusta este lugar y mi camisa blanca signada por una ficha de dominó y las seis letras de Capote. Y ahora, que vengo llegando del DF, más me gusta este lugar.⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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