I
Los consultorios dentales siempre tienen ese olor aséptico que tortura desde antes de estar frente al médico. Trato de calmarme pensando que en otra época pudo ser peor: en público, sin anestesia y llevado a cabo por un barbero o, en un caso poco menos traumático, pude haber recibido la recomendación de hacer buches con orina. La recepcionista lee mi nombre en voz alta y me anuncia que ya puedo pasar. Un hombre con bata blanca me recibe con una sonrisa tan perfecta, que pareciera decir con todos los dientes su título profesional. Como soldados enfilados, miro sus dientes mientras mueve su boca para soltar las preguntas habituales en una conversación entre desconocidos. Dicen los expertos que una correcta posición de los dientes ayuda a tener una mejor fonación. Quizá siempre han sido mis dientes torcidos los culpables de que me trabe al hablar. Respondo las preguntas del dentista con los fonemas atropellados por los nervios, que me siguen hasta el momento en que me recuesto en el sillón estomatológico.
II
Algo tiene el uso de sillones en algunos oficios, que en cuanto nos arrellanamos en ellos nos sentimos envueltos en un ambiente de confianza, como si de pronto estuviésemos inclinados al diálogo, la confesión y la relajación. No por nada los psicólogos suelen tener divanes en sus consultorios. Pienso también, por ejemplo, en los sillones de los salones de belleza; sea que la estilista nos corte el cabello, nos ponga uñas acrílicas o nos haga pedicura, la comodidad de estar sentado ocasiona que siempre terminemos confesándole nuestros problemas. Los sillones son, pues, lugares para dejar fluir la conversación y el pensamiento. Baste mencionar, como último ejemplo, el sillón de pensar del nostálgico programa de las Pistas de Blue: ese sillón rojo en el que cobraban sentido todas las pistas recabadas a lo largo de cada episodio.
Y sin embargo, en un consultorio dental la comodidad inicial del sillón se rompe cuando el dentista se pone los guantes y comienza a colocar frente a nosotros toda una serie de instrumentos que parecieran de tortura. La luz sobre nuestra cabeza y los instrumentos apuntándonos generan la sensación de estar a punto de ser sometidos a un interrogatorio. Como si el dentista estuviera dispuesto a extraer nuestros secretos: “abre la boca”, ordena.
III
Con la boca abierta, queda anulada toda posibilidad de diálogo. Aunque, por alguna razón que desconozco, los dentistas se empeñan en hacer preguntas a sus pacientes, aun sabiendo que el retractor en la boca no les permitirá más que soltar algunos monosílabos. Después de esa conversación fallida, todo se vuelve pensamiento.
Siempre me han parecido sumamente incómodas las visitas al dentista. Y sé que no soy la única. Lo que ocurre es que no estamos acostumbrados a que un intruso tenga libre acceso a algo tan íntimo como es el interior de nuestra boca, una parte que ni siquiera nosotros hemos llegado a ver del todo. Generalmente, a los otros únicamente les dejamos mirar nuestros dientes superiores a través de la sonrisa, por ello suele decirse que ésta es nuestra mejor presentación. Sin embargo, para mí esos dientes frontales también son una especie de barrera, un límite: “Prohibido el paso” parecieran anunciar como carteles tras los labios. Todo lo que está cercado por ese muro de esmalte, es meramente personal, privado. Tal es así que, cuando hacemos algún gesto que involuntariamente muestre esa parte vedada, como por ejemplo el bostezo o la carcajada, nos llevamos la mano a la boca para cubrirla.
Pero a los dentistas les permitimos traspasar ese límite. Retiramos los carteles y les abrimos la puerta para que entren a husmear. Y entonces la incomodidad se mezcla con la vergüenza. ¿Qué tan sucio o limpio encontrará el lugar? Sin importar cuántas veces nos cepillamos, somos conscientes de que el dentista será capaz de encontrar hasta la caries más recóndita, que delate cuán aficionados somos a los azúcares. Es un hecho: la boca es un lugar sucio; el más sucio del cuerpo, afirman los científicos, el que alberga más bacterias. Por ello, no es de extrañar que nos disguste que alguien sea testigo de esa suciedad que revela nuestros más grandes secretos. Dime cómo son tus dientes y te diré quién eres. Mirar hacia el interior de nuestra boca es igual a mirar nuestra historia personal.
IV
Ante la mirada inquisitiva del dentista, mis dientes confiesan: sí, doctor, tuve una infancia marcada por las bromas a causa de mis grandes dientes incisivos frontales; sí, también desobedecía a mamá cuando me decía que me cepillara los dientes después de comer dulces; ¿que si me muerdo las uñas? Sí, desde los 11 años, aunque mamá hizo de todo para eliminar esa manía (incluso frotar chile en mis dedos), luego empeoró con la ansiedad ocasionada por la violencia que viví en un noviazgo; ¿que por qué mis dientes están desgastados? Eso es por mis largos períodos de estrés que me hacen apretar y rechinar los dientes mientras duermo; y sí, siempre se me hace tarde para ir al trabajo y por eso no tardo el tiempo que debería tardar cepillándome.
Por todo lo anterior, pienso que la relación con los dentistas es bastante íntima, aunque involuntaria y embarazosa. Además, no es solo este acercamiento psicológico el que incomoda, sino también la cercanía física. Por una parte, la proximidad entre el rostro del dentista y nuestro rostro, hace pensar en la escena de dos personas que están a punto de besarse. Y antes de sentirnos envueltos en uno de esos romances instantáneos de telenovela, preferimos fijar los ojos en el techo. Por otra parte, también está el contacto de sus dedos con nuestra boca. Recuerdo que cuando mi hermana era una niña, le irritaba tanto esa intrusión que siempre terminaba mordiendo los dedos de los dentistas. Mi madre la llevaba cada vez con un doctor distinto y al final todos le decían lo mismo: “su hija me muerde los dedos, así no la puedo atender”.
V
Mientras escucho el torturador zumbido del torno dental, intento distraerme. Pero a pesar de mis esfuerzos, gana la consciencia de que estoy inmóvil, con la boca expuesta o, mejor dicho, con el rostro completamente exhibido. Como si estuviese en una práctica experimental de disección, donde el objeto que está sobre la bandeja soy yo. Y entonces comienzo a preguntarme si realmente el dentista sólo está mirando mis dientes, si acaso sus ojos no se desvían hacia mi nariz, o hacia las pequeñas cicatrices de mi rostro; si estará juzgando el delineado de mis párpados, mis ojeras o las manchas en mi frente; si acaso ya descubrió que no he depilado mis cejas en semanas, o si notará que no esparcí uniformemente el maquillaje.
VI
Siempre envidié las sonrisas perfectas. Mis dientes chuecos nunca me han dejado sonreír con soltura, aunque siempre he sido muy risueña; tanto que, cuando yo era niña, mi mamá usaba la expresión “peladientes” para referirse a mí. Pero en público siempre ha sucedido lo mismo: a cada sonrisa o carcajada, me llevo la mano a la boca para cubrir mi aberración. Creo que con la misma ironía que a Borges le dieron los libros y una ceguera hereditaria, a mí se me concedió ser risueña y tener una dentadura desastrosa. Quise solucionarlo tratando de esbozar sonrisas mesuradas como la de la Gioconda, pero fue un rotundo fracaso, ya que mi protusión dental no me permite mantener los labios cerrados. Por lo tanto, mis sonrisas continúan siendo con todos los dientes. En siglos anteriores esto hubiese constituido un problema. Durante el Renacimiento (y quizá desde antes) la sonrisa era algo prohibido. Era de muy mal gusto que la gente sonriera mostrando sus dientes. Se consideraba una falta de refinamiento o una señal de locura. Aquellos que sonreían o eran plebeyos o estaban locos. Tanto era así que en los retratos de esos siglos las personas se muestran en completo reposo e inexpresivas porque supuestamente eso mostraba el verdadero carácter y la personalidad. En nuestra época, en cambio, es tan necesaria la sonrisa en las fotografías, que incluso hasta se nos acostumbra a gritar “¡whiskyyyyyyyyy!” para hacernos sonreír. La seriedad es ahora lo que se nos prohíbe. Hay que enseñar todos los dientes para obtener una buena foto. Son malos tiempos para los serios y para aquellos que estamos inconformes con nuestra dentadura.
VII
El dentista me quita por fin el retractor. Siento un gran alivio al poder cerrar mi boca: el doloroso interrogatorio dental ha concluido. Mis dientes salen limpios y mis caries curadas. El doctor dice que es posible diseñarme una sonrisa con un tratamiento de ortodoncia. Es irónico que una práctica tan dolorosa sea capaz de fabricar sonrisas. La popularidad de la sonrisa seguro ha aumentado en estos años las visitas al dentista, a pesar del terror que pueda significar para muchos. Pero pensar, distraer la mente, ayuda a hacer soportables las consultas. Alguna vez leí que un dentista de Estados Unidos colocó en el techo de su consultorio una enorme lámina del juego “¿Dónde está Wally?”, de tal modo que cada vez que inicia la consulta le pide al paciente que busque a Wally y otra serie de objetos y personajes. Cuando termina la sesión le pregunta las respuestas. Espero algún día encontrar un consultorio que tenga este tipo de entretenimiento. Mientras tanto, solo queda meditar con la boca abierta. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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