[Para Vicky (†), con amor trashumante]
Nuestra esencia más radical es dirigirnos hacia la muerte, afirmaba Heidegger. En el antiguo Imperio romano a cada paso que daba cualquier general victorioso, un siervo contratado ex profeso le susurraba al oído: “Respice post te! Hominem te esse memento!”. Es decir: “Mira tras de ti. Recuerda que sólo eres un hombre”.
El dictum latino latente en aquella sentencia era el memento mori. Recordar que moriremos es un axioma; empero, no se acepta del todo, y las explicaciones de la ciencia sobre el hecho físico del final de la existencia resultan exiguas; por lo tanto, se recurre al arte como asidero espiritual ante la vacuidad fáctica que puede implicar la muerte, y efugios ante el estado de finitud sobran. La fotografía es uno de éstos; el deseo de perpetuidad que entraña ha proporcionado temas o géneros arquetípicos en la historia de las bellas artes.
Sin embargo, antes de la invención de la camera obscura moderna, el ser humano ya pretendía trascender el culmen de la vida. Uno de los rituales funerarios más antiguos es el de la máscara de Jericó, cuya datación corresponde al año 700 de nuestra era. A base de escayola se tomaba el molde del rostro del difunto, que aparte de que servía para conservar la efigie del ser querido, la máscara mortuoria formaba parte de un culto religioso en el cual se adoraban las reconstrucciones faciales, a manera de museo de los antepasados.
Respecto a las luces y sombras captadas en una placa de gelatina y plata, durante la época victoriana imperó una manera de honrar a los familiares finados, en especial a los niños, que hoy podría resultar mórbida: la fotografía post mortem. De origen francés (1839), esta práctica consistía en retratar cadáveres, de pie o acostados, solos o con la compañía de familiares, de forma que parecieran dormidos; incluso, tenía más valor sentimental si el artista lograba fotografiarlos con los ojos abiertos.
La cuota de dramatismo y espectralidad de los retratos después de la muerte se incrementa al constatar que hubo más niños fotografiados después del trance postrero que adultos, debido a la alta tasa de mortandad infantil durante el victorianismo en Reino Unido. La fotografía mortuoria adquirió tal magnitud que se constituyó, aparte de un presente sentimental para la familia, como un requisito social de carácter obligatorio; pieza del ritual funerario que nutría con cada toma el álbum iconográfico imperecedero de la memoria e identidad individual y colectiva.
Para el filósofo alemán referido la mortalidad es un modo de ser, más que uno de dejar ser: “El hombre existe como ser mortal; como-ser-para-la-muerte”. La muerte, “enigma siempre abierto” en el corazón del Dasein (ser humano), es nuestra posibilidad máxima, experimentada en la vida mediante la angustia, pero no de carácter psicológico, sino ontológico; es decir, comprender la finitud por lo que es, asumir la esencia itinerante propia, “nuestro ser en exilio”, que no somos absolutos.
Con el paso de los años, la fotografía post mortem cayó en desuso por cuestiones médico-sanitarias y otras, de mayor peso, relativas a la moral ascéptica y lo socialmente correcto de la modernidad. Sin embargo, este arte funerario pervivirá como uno de los ámbitos imaginarios dables para la búsqueda de conocimiento metafísico; metonimia del deseo por vencer a la muerte, aunque en sí la intención sea pueril e ilusoria… fugaz como nuestro poder y control sobre las cosas del mundo.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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