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Lydiette Carrión

Metro Balderas




Había una vez un hombre pequeño de estatura, borracho y vagabundo que se llama Víctor Aguilar. Era un hombre de mediana edad que usaba huaraches, oriundo de Puebla, músico callejero.

Cargaba con su guitarra acústica a donde fuera. Como muchos músico ambulantes, tocaba y cantaba en lugares variopintos de esta ciudad: el Metro, el transporte, los restaurantitos y fondas. Con lo ganado en un día de trabajo y taloneo, podía pagar tal vez un cuarto de hotel, un cuartito de anís del Mico, una cena caliente y un toque de marihuana.

Se juntaba con sus pares ahí a unos pasos del Metro Balderas, en la plaza de la Ciudadela, en la entrada de la Biblioteca México. En aquel entonces, los músicos rupestres, rockeros ambulantes de pies callosos y melenas libres solían juntarse ahí. A componer. A cantar, a recordar composiciones fundacionales (los mitos se dan en todos los espacios y tiempos. Y este momento y lugar también cuentan con los suyos).

El mito mayor era, es, Rockdrigo González, el profeta del nopal. Oriundo de Tampico, Tamaulipas (como el verdadero chilango, viene del “interior” del país. Esto es, del “exterior” de la ciudad), estudiante que dejó la psicología por la música, composiciones muy sencillas, arreglos muy básicos, muy “rupestres”.

Como el buen chilango, el hombre del interior-exterior que llega y se admira de la profundidad y dolor que encarnan en esta vieja ciudad de hierro. En una encíclica vorágine que no deja tiempo para cambiar la vida propia, que nos lleva de aventura en aventura, en este distrito defecal… a sitios oscuros que llegamos casi sin darnos cuenta, y que nos deja confundidos y coléricos, como perros en el periférico. En una ciudad donde hay cinco ratas por cada persona, y donde esperamos amor, noticias y amistad, y sólo nos llegan las cuentas del refri y el televisor.

Música rupestre con armonías profundas y complejas. Letras aún más complejas, y al mismo tiempo intensamente chilangas. El arte de Rockdrigo González prendió, no en la élite intelectual-musical. Prendió en la acera, en el asfalto. Desde entonces, miles de chavos banda forjan su identidad con Rockdrigo González.

Rodrigo González Guzmán no nació en la Ciudad de México. Pero tuvo una muerte profundamente defeña. En el terremoto, también fundacional de la conciencia del defeño del siglo XXI. Porque el siglo XXI no empezó en el año 2000, sino después del sismo del 85, cuando la tierra se movió, y de entre los escombros surgió el Movimiento Urbano Popular, los topos maravillosos que sacaron esperanzas y corazones, y algo parecido a la conciencia de clase, debido a la conciencia de los robos sistemáticos que hemos sufrido.

Ése era y es Rockdrigo González. El aniversario de su muerte me recordó este otro mito, un mito menos conocido, pero no por ello menos entrañable: Víctor Aguilar. Otro chilango que ha llegado. Esta vez de Puebla. Que tocaba sus composiciones en los microbuses y camiones, para comprarse su cuarto de anís Mico, y fumarse un churro de marihuana en la Ciudadela. Escribía cuentos. Un día me regaló uno: una copia mecanografiada. La historia narraba un intento de asalto que él y su novia sufrieron. Quedó en eso, conato, porque la mujer detuvo las cosas tan sólo levantando sus manos, con delicadeza, con compasión frente al asaltante.

(Cómo me hubiera gustado que los dragones de las alcantarillas de Rockdrigo se frenaran así: con amor…)

Víctor Aguilar compuso una canción muy popular en aquellas calles: Pasa el tiempo, pasan los pájaros, y yo pregunto por qué, si el mundo se está acabando, yo sigo aquí, tomando café…

Ambos, mitos de este paisaje urbano. ⚅

[Foto: Vanessa Hernández]

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