El puto payaso se me subió: era mi primer porro y sólo me cagaba de risa al ver moverse suavemente, a esa hora de la noche/madrugada, las hojas de un frondoso árbol. Elier, Alina, Yahvé, Emiliano, en su pedo.
Era, creo, el 2002 en un Chilpancingo todavía desconocido: el estudiante irregular en Ciencias de Comunicación, mandadero y lavabaños en esa sede del periódico, donde además contestaba el teléfono, se juntaba sábados en la noche con ese grupo de extraños bohemios medio jipiosos en donde, además de las chelas y los cigarros, no faltaban Doors, Pink Floyd, trova. Yo, abriendo otra puerta de la percepción con Portishead.
También La Barranca, por providencial culpa de esas noches de juventud, entre pantalones rotos; la compra de yerba en pueblos circunvecinos; las ganas de cambiar el mundo con un reportaje hecho; la libertad de un recién llegado, solo, desde un Acapulco donde radica toda la familia a una ciudad apacible, tradicionalista, pacífica, con olor a priismo y a-guardar-las-formas.
“Esa madrugada / nunca se me olvida”, cantaba José Manuel Aguilera en El fuego de la noche, disco debut de La Barranca. Me lo echaba completito, pedo, marihuano, frenético, de viaje con Emiliano hasta Chilapa tonayán en mano.
Las pinches ganas de comerme a la ciudad, al mundo y a todo el periodismo.
*
Veinte años esperando el momento en que a los muy cabrones les diera por armarse una tocada en sábado (mi único día libre). Llegó el momento y en un lugar y contexto inmejorables: 27 aniversario de la agrupación —banda no tan mainstream pero sí de mucho respeto en rock nacional—, en el teatro Metropólitan de la Ciudad de México, que con aforo de poco más de 3 mil personas se llenó horas antes del recital.
Guitarra en mano, de pocas palabras, 27 canciones homenajeando los 27 años de la banda, José Manuel Aguilera, su poesía y travesía, transportó también al cuarentón a sus veintitantos años a aquella ciudad fresca, apacible, amigable, tradicionalista, entonces de hedor a priismo y todavía a-guardar-las-formas.
“Por momentos pensé que la noche era eterna”, cantaba Cecilia Toussaint, invitada amiga/colaboradora de Aguilera/La Barranca.
Por momentos el cuarentón casi en trance pensando en los que se fueron; en querer llegar rápido a la ciudad insegura y a veces rota para platicarle la experiencia vivida —y sufrida, cómo chingaos no— a Héctor, mi ausente quien “estaba” entre la multitud, en escenario, con ciertos movimientos y ademanes de Aguilera.
El fuego percibido con Quémate lento, volar con Akumal, descubrir esa hermosura recomendable Centella, El Alacrán que hizo que la concurrencia ya no se sentara. El síndrome como soundtrack de vida: cerrar los ojos y regresar a los veintitantos y querer fumar mota y recordar y suspirar; suspirar y cantarle al oído a la tierna Gloria.
Ese puto riff, ese cabrón Aguilera, ese nirvánico momento. No hubo nada más que luz.
“Entonces sentimos lo que es estar vivos”…
*
Dejémosle en “mentecato”. Iba a calificarlo de peor forma, pero de buena fe —hasta se disculpó al final— admitió que no sabía la precisión del dato.
Afuera, al final del recital. Una mesita en al bar frente al Metropólitan. De esas veces que chela en mano platicas hasta con las sillas y con extraños; un adulto canoso como uno, de Guadalajara —dijo— preguntando de dónde éramos.
—Venimos de Guerrero, de Chilpancingo.
—¡Ah!, de donde es este díyei greñudo, el kitsch éste…¡Silverio!
—No. Ese güey nomás de mamón dice ser de “Chimpancingo”, y eso sí ofende, carnal.
La disculpa del compa, y cada quién en su pedo, ya chela en mano, ya no el carrujo de yerba entre dedos, como hace 20 años.
—Pendejo —pensé sobre el tal Silverio ese.⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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