“Es preciso que conozcas todas las cosas, /el corazón inconmovible de la verdad bien redondeada /y las opiniones de los mortales que no se encuentran en la auténtica certeza”. Admirado y temido por Platón y por Aristóteles, Parménides es la prefiguración de una de las pocas posiciones metafísicas radicales en la historia del raciocinio filosófico de Occidente, a decir de W. K. C. Guthrie.
La doxa filosófica contemporánea asume al pensador nacido en Elea, en las profundidades de la Magna Grecia, como el estructurador de un orden eterno alejado de la naturaleza y de la sociedad, es decir, una corriente del logos que se escinde de la vida y de la acción en pos de una fuerza de abstracciones que lo llevan, de algún modo, a posicionarse como el primer teorizador de la metafísica y de la concepción de la razón pura.
Parménides manifestó su doctrina, a manera de la tradición docta de Homero y de Hesíodo, en un extenso poema configurado en hexámetros [Sobre la naturaleza], del cual sólo se conservan 154 versos. Desde un inicio, la teoría parmenídea se erige como una glorificación del ser, al que presupone como la realidad última, dotado de los atributos completos, inmutables y eternos de la propia divinidad suprema. Asimismo, aseguraba que es perpetuo, por lo que adolece de un principio y de un fin; existe en un estado continuo del ahora.
El ser es ingénito. Y así, categórico, lo expone Parménides: “¿Qué origen le buscarías? Si dices que procede del ser, entonces no hay procedencia, puesto que ya es; y si dices que procede del ‘no ser’, caerías en la contradicción de concebir el ‘no ser’ como ‘ser’, lo cual resulta inadmisible”.
Las propiedades divinas que le confiere Parménides al ser lo convierten en un teólogo racional, cada vez más distante de la filosofía de Jenófanes, de quien fue su epígono, acerca de la naturaleza omnipotente de Dios. La entidad parmenídea es, por lo tanto, homogénea, completa e indivisible; no carece de nada y no excede nada. Tan magno como el mismísimo Creador: Potestas essendi.
Parménides sentenció, incluso, que Dios contiene en su mismidad toda la perfección del ser, y no en contrario. Argumento que, de paso, trastornaba la doctrina imperante de la teología antropomórfica; tal constructo de revés.
En su poema, el eleata advierte a su lector potencial de que será partícipe de la sabiduría, es decir, “el corazón inconmovible de la verdad absoluta”. Y para la consumación de esta verdad resulta de suma importancia la razón sobre las experiencias sensoriales, es decir, la vinculación absoluta entre la mente [nous] y el ente [to on], sin pasar por el cedazo de las pasiones. Parménides, con esto, consolida la diferenciación entre percepción y conocimiento genuino.
El personaje de la diosa en el poema le muestra a su autor los dos caminos que llevan al conocimiento: uno basado en lo que es [vía de la verdad] y no puede ser de otra manera, y el otro en lo que no es [vía de la apariencia], que se asume como incomprensible. El primero es el que, sí y sólo sí, conduce ascendentemente hacia la iluminación.
De esta manera, el marco filosófico de Parménides nos es cercano en la actualidad debido a que inaugura la paradoja entre verdad y apariencia, punto nodal del pensamiento griego y de la metafísica hodierna [vide Heidegger]. Paradoja que con la entronización de la revolución digital se ha problematizado, pues ha devenido en más intrincada y compleja. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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