Crecí rodeada de muñecas Barbie. La tía por la que llevo este nombre me regalaba un montón. Ella viajaba seguido a Estados Unidos, era una mujer muy hermosa y su belleza le había valido ascender en la escala social. Era además profundamente generosa con su familia. Ella, su sentido de supervivencia y, por supuesto, su belleza y buen gusto en el arreglo, la rescataron de la precariedad no solo a ella, sino a toda la familia: la abuela, el hermano (mi padre), los hijos, todos los que descendimos de ahí…
Así que, supongo, además de querer hacerme un regalo, de consentirme, esta hermosa y maravillosa tía quería inculcarme un sentido de la belleza femenina. Léase, el sentido de la belleza que las mujeres desarrollamos para gustar a los hombres.
Déjenme matizar. Claro que a las mujeres nos gusta la belleza independientemente de la relación con el otro. Lo que sea que entendamos por ella: una construcción cultural, un desarrollo —como decían los griegos— de las formas con una proporción matemáticamente agradable. Claro que las mujeres nos arreglamos para nosotras mismas —a veces—, o para nuestras amigas, y cada vez más… Y claro que no tiene nada de malo querer gustar a quienes nos gustan.
Sin embargo… siempre estaba ahí: la necesidad de gustar para otros fines. La idea de que si gustas tendrás más oportunidades.
Cuando era niña, de la barbie me gustaban sobre todo los accesorios de la casa. No vivía en una casa bonita. Mi hogar estaba descuidado, las paredes necesitaban pintura, los muebles, muy viejos, rara vez fueron renovados. Pero me abstraía en mi “baño de la Barbie”: una habitación de plástico rosa chicle, con una tina enorme tipo jacuzzi, un tocador con luna rodeada de focos de luz tenue y un excusadito que hacía ruidos al cerrar la tapa. Tenía además una alfombrita afelpada, rosa chicle también, que me fascinaba. Me imaginaba como una Marilyn Monroe sentada frente al tocador, con zapatillas de casa de tacón con peluchito, una bata rosa…
Pensaba: si tuviera un baño así, sería feliz. Entonces, jugaba a que me hacía pequeñita y vivía entre los muebles de plástico de la Barbie, el bañito espectacular, la camita de madera que —esa sí— habían comprado mis papás en el tianguis. Amaba sobre todas las cosas las pequeñas mascotas, el carro (no recuerdo si realmente llegué a tener el carro rosa de la barbie o lo soñé, también de un perfecto rosa chicle que luego los autos beetle de VW replicaron y vi con anhelo y envidia circular por la ciudad). Y en algún momento debí haber tenido una barbie veterinaria, no recuerdo si original o “pirata”. Es que cuando era niña quería ser veterinaria y tratar gatitos y perritos. Así que una barbie veterinaria me hizo enormemente feliz.
Cuando visitaba a mi tía, la que me regalaba barbies, sentía que entraba al mundo de la abundancia. Al mundo de la barbie. La casa era grande y siempre tenía cosas nuevas. Mi tía era mi barbie particular: la hermosa y sonriente mujer exitosa, con su Ken al lado, que la rodeaba de objetos bellos, siempre viajando y conociendo el mundo: en yates, en aviones particulares, o en cenas elegantes por toda la ciudad, o de «compras». Lo escribo y me percato del furor que me causa esa idea. A pesar de todo mi esfuerzo de «deconstrucción» y conciencia de clase; no importa qué tan marxista quiera ser: ir de compras… regresar cargando las bolsas de todos los tamaños, con secretos, los objetos secretos de la felicidad.
Euforia.
Ella compraba cosas: juguetes para mí, gadgets para la familia y amigos, ropa de moda. Para mí, ropa de niña que era distinta a la que me compraban en casa: no los aburridos jeans y camisetas de Aurrerá, sino atuendos que veía en las películas gringas, trendy, alegres, a lo Suburbia. Porque como a una compradora consumada, como ella, no hay Ken que satisfaga. Entonces había que buscar aquello que estaba de moda en su versión barata. Pero lo agradecía, no distinguía. Aunque muchas veces esa ropa no me quedaba porque era una niña gorda. Entonces mi tía vivía con preocupación mi futuro y explicaba la importancia de mantener mi peso en números bajos. Hablaba de pequeñas básculas para alimentos, en limitar las raciones de fruta. No era un asunto de salud el que importaba.
Desde su amor, a mi tía le interesaba que estuviera segura en mi futuro: que no sufriera acoso escolar por ser gorda, y que cuando llegara el tiempo, fuera lo suficientemente atractiva para que algún joven viera en mí a una mujer. (No elijo no usar la palabra “pareja”.) Además, cuántas charlas no escuché entre ella y sus amigas, hablando sobre el peso, sobre los kilos de más o menos. Las dietas experimentadas. Y no solo con ella. Entre amigas de mi edad, otras tías, otras mujeres. Cuántas horas dedicadas al peso.
Más tarde en la vida, entendí de primera mano cómo es que los juguetes, la estética infantil es un tema mayor: Tendría unos 27 años, una prima me invitó al cumpleaños de dos años de su hija. La temática fue de Winnie Pooh. La pasamos bomba, pero cuando ya había terminado todo escuché a una abuela decir: «el próximo cumpleaños, la temática ya tiene que ser de princesas, hay que formarle el gusto».
Formar el gusto.
El mensaje no solo estaba ahí. Cuando crecí, por ahí de los 12 años, mi abuela materna me reñía: yo me “vestía como niña fea”, acusaba. Me instaba: «¡Quítate el pelo de la cara!», me insistía que dejara las playeras guangas y oscuras, de niño, y usara “ropa de mi talla”, con colores alegres.
Pero no quería. Me gustaba mi playera oscura y mi pelo en la cara. Era mi forma de desmarcarme de los deseos de tías y abuelas. Y es que aunque mi mamá no exigía nada de eso de mí, como mi amiga y colega Daniela Rea ha hecho explícito: las mujeres criamos en tribu con otras mujeres; y mis abuelas y tías son también mis madres; así que sus deseos eran —y siguen siendo— importantes para mí. Sus enseñanzas eran con buena intención: no querían que sufriera, y el camino a ello era ser una mujer normal, femenina, agradable. Desobedecerlas fue doloroso, fueron las primeras rupturas de genealogía materna.
Mas a pesar de ser rebelde, ya para entonces me guiñaban los trastornos alimenticios. No quería gustar, pero moría por gustar. Ya no era propiamente gorda, pero no me sentía bien en mi piel. Ahora sé que la pubertad, la adolescencia, es además una bomba atómica de hormonas y cambios profundos, que pocos logramos pasar sin crisis. Sé también que las mujeres somos más propensas a pasarlo mal en esas fechas: nos habitamos en nuestro cuerpo sexuado en desarrollo: nuestros deseos, nuestras inseguridades y miedos. Acaparamos más miradas masculinas, muchas de ellas no son agradables, por el contrario entrañan un riesgo. ¿No hablan de eso acaso otros cuentos infantiles? ¿Qué hacía Barbie en minifalda con las miradas lascivas? ¿Qué hacía Barbie si los avances de Ken no le gustaban?
Pero bueno, tenía unos 12 años y entonces lamenté estar ya en secundaria porque la marca Mattel sacó una “camita de la barbie” con dosel de tela estrellada que brillaba en la oscuridad. Me parecía fantástica, hermosísima. Una camita en la que de nuevo hubiera querido poder hacerme pequeñita y ver las estrellas del cielo y la tierra arrullando mi descanso.
Esa camita de la Barbie sí la quiero… También un vestido de princesa en tela de tul que me recordaba todas mis lecturas de cuentos de hadas: vestidos vaporosos que amaba, pero que jamás vestiría, en parte porque los zapatos que los acompañan son violentamente incómodos. Mis pies son salvajes, anchos como lanchas, como pies de hermanastra de Cenicienta. Esas zapatillas no eran para mí.
Siguen sin serlo.
Un par de años más adelante, creo que ya por la prepa, supe que las proporciones de la Barbie eran irreales. Que si una mujer «de verdad» tuviera el ratio cintura, cuello, hombros, de Barbara Millicent, caería muerta al instante o se rompería el cuello. Recuerdo que me enojó muchísimo saberlo, ya que de alguna manera la Barbie sí era mi ejemplo ideal. Así debía verse una mujer. En aquel entonces mantener un peso bajo ocupaba la mayor parte de mis pensamientos y esfuerzos. Y aunque sabía racionalmente que eran expectativas irreales, no le quitaba que las veía hermosas. Para entonces ya estaba de moda hacer muñecas con proporciones similares a las de una humana; y honestamente, a mis ojos eran “desproporcionadas”. La ropa, los accesorios no eran tan lindos. Como que ser políticamente correcta y abrazar aquellas nuevas propuestas no satisfacía la idea de belleza que ya estaba sembrada en mí. La belleza es siempre irreal, inalcanzable, pensaba.
¿Es así?
Tomó muchos años y terapia desmadejar el nudo gordiano de los mensajes recibidos en mi infancia. Sí valgo, no valgo. Es importante ser atractiva, no lo es. Soy atractiva por mí, no lo soy por mí. ¿No por mí? Si viviera en una isla desierta, acompañada solo por mis pensamientos, ¿me preocuparía mi aspecto? De verdad, honestamente, ¿me arreglaría por mí? No lo sé. No es una pregunta que pueda responder… Pero aquí rodeada de gente quiero gustar. Necesito gustarle a alguien. Pero hay más preguntas. ¿Barbie es exitosa porque, puede desempeñarse en cualquier profesión, o porque tiene los vestidos de cualquier profesión?, ¿porque tiene su outfit de música disco?, ¿porque tiene su tabla de surf?
¿Qué habré aprendido de mis juegos de Barbie? ¿Buscar mi propio hogar entre el bañito perfecto que jala al cerrarse la tapa del inodoro y la casita del árbol? Los trastornos que me persiguieron durante varios años en mi juventud, ¿habrían sido iguales sin abuelas, sin tías, sin barbies? La historia advierte que en su momento, la famosa muñequita fue una revolución. Antes de ella, la inmensa mayoría de las muñecas eran bebés y las niñas sólo aprendían a cuidar de un bebé. Ahora, con Barbara Millicent podían jugar a ser una adulta, ver diferentes escenarios, actividades… ir de compras, de viaje, a la playa…
Cuando crecí no me convertí en veterinaria. Casi por accidente llegué al periodismo. Y alguna vez hice una nota que encontré casi por casualidad: la muñeca Bratz (¿existe acaso todavía la Bratz?) había desbancado en ventas por primera vez a la Barbie en México. Sus promotores decían que las niñas de entonces (mediados de los 2000) preferían la ropa más estridente, menos de «señora». Publiqué la nota en Milenio y unos días después llegó a mi correo una invitación por parte de Mattel, querían que conociera la nueva línea Barbie. Aseguraban que la muñequita de los años cincuenta seguía viva y dando la batalla contra las otras muñecas.
Tenían razón. Sigue viva, sin duda.
Mi barbie personal, mi adorada tía, tuvo una vida de película. Ella encontró en la belleza la salida de la pobreza, pero también a un alto costo. Ser para los demás en aras de ser. ¿Qué pasa cuando no tenemos la mirada del otro si eso es todo lo que tenemos? Ni los viajes, ni los skis de la barbie, el yate de la barbie, las cenas de la barbie, las sobrinas de la barbie, logran detener un vacío. Cual personaje que a veces parece brincar de la pluma de Zolá, a veces de Flaubert, mi tía fue una mujer excepcional en muchos sentidos y la sigo sintiendo cerca, una segunda madre, junto a mis otras tías y abuelas. Pero sé que en muchos aspectos no alcanzó la plenitud y su vida tuvo ciertas cualidades de tragedia. Aunque, ¿quién no es un poco así? ⚅
[Foto: DE] ______________
Este texto también fue publicado en Pie de Página.
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