Me refiero al género literario, no al cuento de la política, de vivir de eso o los story teller de la novedosa publicidad virtual.
El arte del cuento no solo es saber contar con ingenio y malicia: es la capacidad de narrar con sutileza, de recrear universos personales y personajes universales. Un compromiso que es menester ser asumido con gracia.
La gracia es aquí entendida como el don de crear espacios donde las palabras son las partes viva de un castillo de historias y nos subyugan con su donaire. En la escritura, eso es tan importante como la voz.
El cuento no es sólo narrar una historia, sino saber esparcir la trama y sembrar la urdimbre donde revolotea la imaginación. Es necesario tener un sentido de la composición para que las historias fluyan con naturalidad, modestia y decoro.
Hablo del cuento como género literario mayor, de pequeño formato pero efectivo. No el cuento de hadas o la tradición oral que merecen su propio campo y respeto.
En lengua española hay una tradición muy diluida del cuento. España dio grandes novelistas como Juan Valera, Leopoldo Alas, Benito Pérez Galdós, Vicente Blasco Ibáñez, y Emilia Pardo Bazán, pero incluso de ellos tenían un tipo de cuento que adolecía de sobreescritura o de tener más un formato de crónica y un acento oratorio, como si fuera un brindis en la tertulia de un café de Madrid.
No tenemos un maestro en el relato español del siglo XIX con la sutileza de los rusos como León Tolstoi, Chejov, el francés Guy de Maupassant o anglosajones como Allan Poe, O. Henry o Rudyard Kipling.
Hay textos muy dignos de Vicente Riva Palacio (Los cuentos del general) o en España de las leyendas de Gustavo Adolfo Becquer. Más los relatos fantásticos de Amado Nervo o Rubén Darío. Mientras tanto, en las letras inglesas el género se volvió un artefacto más compacto y menos rollero que en nuestras latitudes.
Quizá por eso la tradición mexicana se ha ido más marcada por esos maestros, como Hemingway, Faulkner y Raymond Carver en la pasada centuria.
Este ultimo es una verdadera plaga y es el producto más decantado de la llamada Escuela del New Yorker revista que tanto hizo por el género, pero que estandarizó los formatos.
En 1961, el escritor hindú anglofono, V. S. Niapaul, narra que dentro de su mundo literario específicamente británico se topó con el libro Historias del New Yorker: 1950-1960, que contenía relatos de J. D. Salinger, John Cheever y John Updike, y concluyó que era “un libro aterrador. No tan sólo porque la mayoría de estas historias americanas son indistinguibles unas de otras por su estilo, sensibilidad o tono, sino porque leídas en masa, parecen haber surgido de una civilización tan triste que debe ser juzgada como un fracaso”.
La visión de Naipaul, a pesar de su pesimismo, es una confirmación de que el cuento en los Estados Unidos puede ser un buen corte geológico y genealógico de las diferentes épocas de un estilo o régimen propio de vida.
El desdén y mala cara a lo cotidiano no son patrimonio anglosajón. Jurado he sido de concursos de narrativa donde campea la frustración del ser y estar atrapados en la gran Ciudad de México; en la celda de castigo de un departamento donde el teléfono es una mascota que no hay que sacar a pasear y lo mas parecido al calor humano es la masa informe de entes automatizados en puentes peatonales o las vasos oscuros que llevan al torrente metálico del transporte subterráneo.
¿Cómo habrá nacido este estilo narrativo cortante, sesgado de diálogos rotundos, párrafos esquematizados y gente atrapada en su drama? Suele pensarse en Hemingway y su aportación a la escritura telegráfica, cariada por el periodismo y careada con la vida real, pero ya existían sólidos antecedentes de ese minimalismo desprovisto de sentimentalismo y compasión hacia los propios personajes.
Ni más ni menos que su maestro Stephen Crane ya había soltado a fines del siglo XIX cuentos en apariencia inexpresivos, donde el cáustico drama brotaba en los acontecimientos, sin la moralina intervención del narrador, salvo para dejar caer un adjetivo incidental deliberado.
También tenemos ejemplos de ese estilo lacónico en Bret Harte y hasta en O. Henry, cuya economía del lenguaje es pulcra, aunque no puede evitarse el comentario, la revelación sorpresiva de trama o el brochazo final de humor, tal como Mark Twain. Fitzgerald en los años veinte haría limpieza de estilo sin dejar de añadir florituras verbales, como betún de pastel de bodas a la hora del drama.
El relato sinaloense, en su vertiente moderna de estructura y manejo de recursos verbales más allá de la simple anécdota, ha cobrado vida en las páginas de Inés Arredondo, Dámaso Murúa, Elmer Mendoza, Irene Montijo, Guadalupe Ledesma, y Jesús Manuel Rodelo, quien ha hecho unas las pocas antologías modernas de este género en nuestra región.
En Mazatlán es reciente el trabajo muy positivo de Julio Zatarain, quien hace poco mereció el premio de cuento José Alvarado, organizado por la Universidad Autónoma de Nuevo León, cuya editorial se ha vuelto un refugio y a la vez almácigo para el relato, como lo han sido la UNAM y especialmente Ediciones ERA.
Acabo de ser jurado de ese galardón, de hecho escribo desde Monterrey y buscamos, entre la marea de prosa agringada libros, con búsqueda en el acervo de nuestro lengua y astucia narrativa. El ganador fue el acapulqueño Paul Medrano, nacido en Tamaulipas. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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