Dice Elisa Díaz que la palabra es una forma de tocar al otro, y dice también que las palabras son cajas, y pareciera que muchas veces no sabemos todo lo que guardan. Las palabras tocan y también golpean, así la prosa de Elisa Díaz Castelo, en estos cuentos que cimbran y percuten en un horror que viste terciopelo. Es también un libro de espejos, un libro en el que lo contrario habita en lo que enuncia. Aquí las cosas materiales son presagios y somatizan en sus dueños. Son oráculos que dictan un camino. El tiempo se estanca en la densura de una gravedad que se hace presente en estos cuentos. El libro de las costumbres rojas nos da cuenta de un oído fino y de una mirada que desmenuza el qué de las cosas. Aquí los elementos se superponen, en estos cuentos: el recuerdo y el pasado habitan en el abrigo del presente.
La poética de este libro es una distopía silenciosa, que se hace presente en los elementos más simples. En este juego de espejos, lo simple y lo cotidiano son la semilla del horror. Una poética de la perversión en la que la realidad somatiza el poder de las palabras. En los cuentos de Elisa Díaz, las cosas son presagio de un ataque, un elemento más que encarna la carne de los personajes: los objetos se entretejen a la palabra, mudando a lo fantástico sin escapar de lo posible.
A Elisa, pareciera, le interesa delinear contornos, y de estos contornos surgen formas, bosquejos que se tornan bosques cargados de sentidos, sentidos que de lo literal pasan a lo oculto, a lo alegórico, a la desmesura. Todo tiene un opuesto o está superpuesto, todo transmuta. Lo conmensurable se vuelve inmensurable: lo cotidiano, parece advertirnos la autora, cobija lo extraordinario.
Así, la hija que juega a vestir las muñecas, termina siendo la madre de su madre y más la esposa de su padre. Primero viste a su madre y luego toma ese papel y esta transmutación se produce a través de los objetos. Primero los aretes, el vestido, el anillo de matrimonio, y entonces la superficie navega a lo intestino: la hija entrega el cuerpo, ahora es su madre. Y en este mundo, en el que las cosas son presagio y conjuro, ella, la hija, termina siendo ella, la madre. El horror está en la continuidad de los días, Castelo lo sabe.
En esta poética, dónde lo superfluo y lo intestino se hacen uno, y la indiferencia puede ser la magia que una todo para que llegue el horror. Aquí los personajes entran al cine y en un momento, con dos o tres palabras, los cuerpos transmutan, el lenguaje logra la metemspicosis en sus traslados. La palabra y el ser están unidos y cada frase puede ser un acto de magia, un conjuro... En estos textos no hay nada literal, todo se traslada hacia el lado oculto de las cosas. Aquí las metáforas son embrujos.
En este ir y venir de lo uno a lo otro, los cuentos, las narraciones, no son prosa, o es una prosa que habita la noprosa, una poética, en la que aparecen versos sueltos. Podemos escanciar esta noprosa: haciendo versos que son estrofas, en Agua para las flores encontramos:
Los viejos miran la televisión
como si hubieran perdido algo en ella,
babean sobre sus sombras,
olvidan los nombres de sus hijos.
En El principio de la gravedad, encontramos:
mamá se fue alejando de su nombre,
se estuvo muriendo en gerundio
y parecía nunca acabar esa ardua tarea.
Podemos decir, que en los cuentos de El libro de las costumbres rojas las palabras tienen un correlato directo con el mundo.
Siempre es necesario engarzar a los autores a otras letras, a otros nombres, yo así encuentro, en la extrañeza de estos cuentos, el oído fino de Samperio y Monterroso, los encuentro en la capacidad que tiene Elisa para pervertir lo cotidiano y llevar lo literal a los extremos: pareciera que toda frase tuviera una poética escondida lista a desbordarse; quedarse sin palabras, encontrar a alguien hasta en la sopa, ponerse en los zapatos del otro, incluso la palabra melancolía, se desdoblan hacia el horror. Encuentro también a Carver y a Chejov, pues los cuentos de Elisa parecen ser icebergs en el que lo oculto se presenta y abisma en los finales, en ese algo más que siempre se presiente. Y también me recuerda a Emiliano González, por esa capacidad de trasladar la realidad, para dejar abiertas sugerencias, en esa capacidad de posibilitar lo extraño. Y también una plástica que recuerda lo mismo a Maupasant que Amparo Dávila, pero tirando al terciopelo y desgarrándolo, hacía un quehacer que mucho me recuerda a Mulholland Drive de David Lynch. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
Comments