Track 2: estudio
Los admiradores del cuarteto de Liverpool, o de Lennon, suelen mirar en el 8/12/80, una cifra terrible: “el tajo de una vida dedicada al mejoramiento humano”, “la muerte de un sueño” o “una clara muestra de la inexistencia de Dios”. ¿Por qué Lennon, quien supuestamente decide utilizar su imagen para “propagar las ideas del pacifismo y la justicia” recibe, como premio, cuatro balazos en la espalda? Hay respuestas numerosas, incluyendo las de Mark David Chapman, su asesino: “Fue una decisión horrible. Pensaba convertirme en famoso, en cambio me convertí sólo en un asesino”, dice, apelando a la falsedad, en una de tantas.
El problema de las respuestas para este tipo de cuestiones, es que, cuando son auténticas también son severas y, quien las profiere, corre el riesgo de pasar por indolente, carente de sentido o, en el peor de los casos, loco de atar. Son respuestas que, al insinuarlas, provocan cierta indignación que se explica mediante la condición beatona o, para usar un término legitimado por la psicología trascendental, mediante el principio de negación por semejanza, pues dichas respuestas subyacen amordazadas en toda alma; helas aquí:
• Chapman mató a John, porque un verdadero fan se debe por entero a su ídolo. La admiración se convierte en amor y el amor deviene sacrificio.
• Cuando un verdadero fan está cara a cara con su ídolo, no tiene otra opción que entregarlo a la inmortalidad, y esto no es un invento de la cultura pop (CP) —también conocida como cultura del espectáculo—; se sabe desde Judas Iscariote.
• El objetivo de Lennon era ser asesinado.
Imagino a la CP como un abismo donde, en una de sus orillas, se encuentran los espectadores y en la otra, las “estrellas”. Cuando un espectador brinca el abismo, se mira demeritado por entero: ante la estrella es poca cosa, de modo que vive una experiencia de pánico que la misma CP ha sabido encausar hacia una especie de arrobamiento. No obstante, aunque dicho encauzamiento ha resultado benéfico para los intereses de la CP, de modo que cada quien (espectador y estrella) asume el lugar que se le asigna, se pasan por alto ciertos acontecimientos que suceden entre el pánico del principio y el supuesto arrobamiento y que, en determinado instante, son serios detonadores de un crimen espectacular:
• Comportamiento histérico.
Confianza en el destino, pues cumple los mayores anhelos.
• Ganas de desaparecer, porque el estar ante la estrella es la cima de una vida fan.
• Deseos de que el tiempo se detenga.
• Deseos de matar a la estrella.
Resulta que, en el momento en que se establecen ciertos paradigmas (a las estrellas se les pide autógrafos; se coleccionan sus productos —discos, libros o residuos corporales— como tesoros invaluables; se les dispara sólo con cámaras fotográficas, etcétera), lo que se hace es levantar un cerco que apela al pacto de entretenimiento y a las buenas costumbres: “Las estrellas son espejos, catalizadores del tiempo y lugar en donde surgen”. Si seguimos la idea proveniente de Nikolai Zarpatov, podríamos convencernos de que un espejo roto no sirve de mucho, a menos de que la grieta provenga directamente de aquello que refleja. Aún con eso, los paradigmas CP asientan que las estrellas alcanzan relevancia en casi todos los teatros de la vida: bien sobre un escenario, bien ocultas tras gorras o capuces en centros comerciales o en concurridas plazas; los espectadores acceden a sus vidas como se accede a un texto sagrado o al atrio de un templo. Los paradigmas CP hablan de que las estrellas viven para brillar y que sólo ellas mismas o, en todo caso, la muerte, puede apagarles la luz.
Pero con los paradigmas nacen ciertas ideas que los refutan, en el caso de John Lennon y Mark David Chapman, la idea del misionero. Atávica y marcada a fuego en el imaginario multitudinario, cuando esta idea se materializa, cambia la historia de los héroes, de las naciones y, sobre todo, de aquellos que antes de la materialización no tenían nombre. Ejemplos de “sin-nombre”: Yigal Amir, Nathuram Godse, Balthasar Gérard.
El misionero encarna, como pocos, la noción del “uno en sí mismo”; al cumplir con su tarea, despide una estela que envuelve a aquellos que le han servido de escaños. En clave CP, el misionero acrecentaría la luz de la estrella: la haría menos vulnerable al efecto del tiempo.
Track 3: Mark David Chapman
Se trataba de un hombre, cuya estatura era menos intimidante que su pausada voz de pastor o su mirada nerviosa que a veces parecía atender felizmente cada gesto del mundo y a veces parecía anhelar su destrucción. Era mediocre y lo sabía, se lo repetía cada mañana al despertar y cada vez que, en su trabajo como guardia de seguridad, abría el portal para que los importantes cruzaran. ¿Cuántas veces intentó ingresar a la universidad sin conseguirlo? Más de una. ¿Cuántas, rescatar a una porción de la humanidad mediante el amor al prójimo, que era, en resumidas cuentas, el amor a uno mismo? Allí están sus colaboraciones con la iglesia presbiteriana y con el Castle Memorial Hospital como respuestas. ¿Cuántas veces se acostó con el deseo de que al despertar fuera otro? Muchas, casi desde el momento en que empezó a codiciar los trofeos proclamados por el mundo brutal que le había tocado en suerte: la popularidad, la belleza exterior, el amor de las mujeres o de los hombres, la idolatría. El último hombre que quiso ser fue John Lennon.
Más o menos desde principios de 1979, Mark rezaba todas las noches frente a una imagen de cuerpo entero de Jesucristo en la que, no obstante, el rostro original había sido sustituido por la cara de Lennon. Allí, el entonces guardia que había emprendido un viaje alrededor del mundo para buscarle un sentido a su existencia le imploraba a su dios personal: “Quiero ser tú”.
Invariablemente, a las 5.30 de la mañana, el reloj despertador sonaba muy cerca del oído de Mark, quien se levantaba y corría hacia el espejo del baño, donde se volvía a encontrar con ese rostro miope y con ese pelo lacio dolorosamente distinto al del bien escarnecido.
Finalmente, Mark pensó, gracias a una retorcida pero infalible lógica, que si no podía convertirse en Lennon, tenía que estar, de algún modo, presente en su origen, aunque eso significara abofetear al tiempo, alterar el orden acordado, violentar al destino.
A partir del 27 de noviembre de 1980, Mark no se hincó más ante la imagen de Jesucristo, sino que se paró frente a ella y le dijo: “Voy a ser tu padre, tu jefe, tu mandón, tu dueño, tu lenón”. Fue así como Chapman asumió, sin que nadie se lo pidiera, o tal vez sí, el papel de Maestro De Ceremonias de la mortal estrella: John Lennon. El beatle favorito. El mártir.
Track 4: revólver
Hoy en día, el asesino de John demuestra que el Sistema es capaz de corromper hasta a los espíritus más genuinos, pues asegura estar arrepentido de su crimen. Con dicha declaración, Chapman ha ablandado la inmortalidad del ídolo. La historia de Lennon y Mark reclama, como todas las historias que se trivializan por obra y gracia del arrepentimiento, la ayuda de la ficción.
Digamos que, desde el momento en que Mark David Chapman (MDC) lo vio, en el aparador de una armería hawaiana, supo que algo extraordinario habitaba en aquel cuerpo de fierro esmaltado. Ya no tuvo ojos para revisar otros modelos. Se dirigió al dependiente y realizó el pedido. No ganaba mucho como guardia de seguridad, de modo que la adquisición de aquel revólver representaba un lujo. Por otro lado, hacía tiempo que se sentía perseguido por una sombra: la veía tras de las puertas y al doblar las esquinas; entre los árboles de los jardines y, en ocasiones, casi la podía sentir sobre su hombro. Terminó por creer que se trataba de la sombra de Cristo quien lo perseguía para recordarle su traición, “porque un buen creyente, David, le decía su madre, un buen creyente no abandona a sus hermanos”. Y él los había abandonado para emprender un viaje por algunos países del orbe.
Y aunque en principio, MDC había emprendido aquel viaje con el propósito de “encontrar la paz espiritual en el socorro a los demás” según sus palabras; lo que verdaderamente encontró fue algo genuino: un par de zafiros engastados en las cuencas de un chacal de oro en una galería del Museo Británico.
Cada vez que MDC recordaba su pequeña estancia en Londres, la imagen de aquellos ojos saturaba su memoria; nada era más importante que ellos, ni la terraza del número 3 de Saville Row, ni el New Clubmoor Hall donde Lennon y McCartney hicieron su primera presentación en un escenario, ni Liverpool entero, con toda su carga de significaciones.
Esos ojos de zafiro eran su recuerdo más vívido porque, estaba seguro, habían penetrado en su cerebro y allí, entre un puñado de neuronas semejantes a constelaciones, habían proyectado visiones del futuro. Una de tantas, mostraba a MDC en medio de una multitud que coreaba: “Picture yourself in a boat on a river…” mientras sobre un escenario lleno de cables cuatro jóvenes discípulos de Cristo, escribían un nuevo evangelio a base de guitarras, bajo, batería y voces: The Beatles. Pero, a la mitad de “Lucy in the sky with diamonds”, sucedía algo terrible, George Harrison, entre convulsiones, azotaba en el suelo, la música se detenía, un enorme “oh” se repetía de boca en boca, John dejaba su guitarra en el suelo para auxiliar al caído, mientras que McCartney pedía calma y “algún maldito músico que afine al descompuesto”.
Gente vestida de blanco subía al escenario y conducía al aquejado hasta una ambulancia, pero éste, en un destello de coraje, se zafaba de sus rescatadores y cogía un micrófono: “El espectáculo debe seguir. Que alguien me supla” decía. Y Lennon secundaba las palabras de su compañero con aplausos y una solicitud para el público: “Sé que estás ahí, sé que los nervios te consumen y que guardarás tu mano cuando solicitemos al guitarrista; al sustituto de George Harrison que, si el destino lo quiere, bien puede convertirse en el quinto de nosotros…”. Hasta aquí la visión.
La realidad era muy diferente, MDC nunca pudo asistir a un concierto de The Beatles. Cuando la banda se separó, él era un adolescente de ánimo receloso que odiaba a su madre secretamente y que había comenzado a escuchar ciertas voces dentro de su cabeza; dos, para ser exactos, una fuerte y una débil a las que mantuvo a raya casi diez años.
Cuando MDC entró a aquella armería de Hawái, las voces comenzaron a hablarle. “Compra un rifle” decía la débil. “Es mejor que nos vayamos de aquí” sugería la fuerte. Cuando MDC posó su mirada sobre aquel revólver .38, la voz fuerte sólo atinó a exclamar: “¡Es hermoso!”, mientras que la débil dijo: “¡Es perfecto!”.
Recogió el arma una semana después. Camino de su departamento, MDC deseaba que “ojalá el revólver se estuviera quieto”. Lo había comprado por hermoso y perfecto. No se le cruzó por la mente tirar contra algo o alguien, hasta que sintió de nueva cuenta aquella sombra que frecuentemente lo perseguía. Era una sombra que bien podía ser la de Cristo, pero también la de John Lennon. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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