Estaba segura desde el momento en que el libro llegó a mis manos, que su autor, Ricardo Tatto, habría de estacionar hábilmente varias de mis propias manías con los libros en Bestiario del Bibliófilo (y otras fieras literarias). No voy a mentir, aunque esta tarde me encuentre en un recinto que exija cierta solemnidad en el uso y selección de las palabras, lo que he hecho con algunos de los libros que han llegado a mi mano, legal e ilegalmente, me avergüenza y enorgullece por igual.
Ricardo Tatto, lo ha definido bien, con más clase y decoro de lo que yo podría hacerlo, ese ser, convertido en lector por azares o vocación es un ser único, especial en todas normas, conocidas y no, es un individuo que acontece a través de los libros y desacontece también; es una persona que ha elegido la alquimia que sólo los libros le podrán dar. Está por supuesto, deseoso de esa transformación y de perseguir la verdad que le ha sido revelada en algún libro y que espera volver a leer en otro más, todavía no sabe que llegar a ella le hará recorrer decenas de libros, tan buenos como el primero que le mostró algo que desconocía y tan malos que le harán replantearse si ese halo de luz realmente sucedió o fue el deseo de saberse portador de algo único que lamentablemente sólo ha estado en su imaginario.
Como los presentes, he visto, diría que incluso acariciado más allá de con los ojos, ese momento de revelación. Nombrar el libro con el que me fue mostrado ese fragmento de verdad resulta una tarea imposible. Aunque no recuerdo el libro y menos aún al autor, recuerdo con claridad el asombro de las palabras que irrumpieron en la vulgaridad de aquél día y cómo esa frase cambió la voluntad de las horas siguientes. Lo supe entonces, acababa de iniciar la relación más importante de mi vida con un objeto. La adquisición de los libros iba a estar por encima de muchas otras de mis elecciones materiales.
Decir que los libros, como Ricardo afirma, terminan firmando muchos de los acontecimientos más importantes de nuestra vida no es exagerar. No hablo de los escritores que, lo admito con algo de culpa, muchas veces nos vemos forzados a adquirir al amigo escritor en turno su más reciente libro con la esperanza de que él haga lo mismo. Este apartado, por cierto, podría servir como un nuevo capítulo para un segundo tomo del Bestiario del bibliófilo, porque después de todo, ¿qué es un Bestiario sin nuevas bestias por descubrir, por catalogar?
O esta otra categoría, descrita en el libro, en la que me vi reflejada con menos pudor y ciertamente, con más orgullo. Sí, soy de las que deja en sus libros sus propias marcas. Me gustan los rayones, los dobleces de hoja, me gustan los papeles amontonados entre las hojas, y hasta el hongo negro que brota por causa de la humedad, como sucedió con una edición de Cien años de soledad que adquirí a 30 pesos sin miedo a terminar consumida por sus bacterias potencialmente dañinas creciendo entre cada página. No me importa el deterioro en los libros, de hecho, leer en alguna página el apunte que alguien más ha hecho me entusiasma. He leído sendas declaraciones de amor, recomendaciones de cierta página y hasta una especie de baucher del 19 de septiembre de 1985; por cierto, leído minutos antes de que otro temblor sacudiera la ciudad de México.
Encuentro la suciedad y la impronta de tinta esenciales. Es un asunto de morbo, lo sé. Como ciertas bocas que uno besa y se pregunta por dónde pasaron. Los libros que han tenido otra vida antes de mis manos, me parecen más honorables, guerreros de batallas que pudieron haberles arrancado algunas páginas, pero jamás la dignidad.
Recuerdo una ocasión estando en el Sanborns de Oceanic, referencia geográfica necesaria para decir dos cosas: Una: que en Acapulco hace más de diez años se consideraban como librerías los tres Sanborns que en el puerto había, yo sumo además un Vips en cuya mesa principal ubicada en la entrada, se desglosaban muchos de los libros de diseño que terminé adquiriendo. Y dos, que, a pesar de la distancia en años, en Acapulco siguen faltando librerías y que desde entonces lo que uno consigue viene después de sufrir una especie de curación no siempre muy afortunada. Bueno, pues estaba yo hojeando lo que había y un señor llegó, una bestia diría yo, una bestia como las que el Bestiario expone, no hay un doble afán en definirla como tal, y me dijo, así tal cual, que él había leído más de mil libros. No dijo fechas, es decir, no me informó en qué año o mes, o día de la semana había empezado su desorbitada sumatoria, ni me informó si como libro consideraba los que teníamos en los anaqueles o si al decir libro nombraba papelería varia. No voy a negar que me descolocó su afirmación, resultaba para mis veintipocos años, asombrosa, diría que espeluznante aquella cifra lanzada sin ton ni son a la deriva.
Lo miré sin poder ocultar mi admiración y creo que sin evitarlo debí dejar escapar un: Wow. Luego vino la calma. La empatía supongo. No sé bien. Sonreí y disimuladamente me moví al área de Autoayuda, mi entonces novio, un escritor que hojeaba ejemplares de Neruda o algo así, se reía de mí y de la sombra humana que había comenzado a seguirme al tiempo que nombraba los últimos cien libros leídos.
Estuvimos rondando los breves pasajes intercambiando títulos y una que otra exclamación ya bastante fingida. Al final, no recuerdo bien cómo, el hombre desapareció entre las revistas de Antropología. La violencia con que había aparecido soltando aquella cantidad salvaje de lecturas, así como la rapidez de su desaparición terminaron por afectarme. No voy a negar que lo busqué unos minutos. En el pasillo de chicles o barnices abandoné la búsqueda. Me había encontrado, sin apenas buscarlo, con uno de esos ejemplares que en la cantidad, o el tamaño, esto depende, encuentra cierta gloria. No lo comprendí entonces y aún hoy no logro comprender la voluntad de algunos por poner un número a las lecturas leídas. Pero entiendo, bestia al fin, la voluntad por encontrar otros como yo, bestias que entiendan los que somos, lo que nos volvemos cuando un libro llega a nuestras manos.
Escribe Ricardo: “El verdadero bibliófilo no teme ensuciarse las manos durante la consecución de sus obsesiones”. Sé que Ricardo no justifica el hurto, bueno, de hecho, lo hace. Y sí, yo también he robado libros. Creo como Ricardo, que robar un libro que se pudre en el olvido no es tanto como un robo, sino una respuesta al llamado de auxilio que el mismo libro ha lanzado. Eso sí, jamás he hecho públicos mis afrentas a la ley, y también claro, he debido perder el equivalente en alguna casa a la que prometí jamás volver.
Ricardo Tatto habla de la larga jornada a lo Indiana Jones que el lector procura en la búsqueda de libros incunables. Lugares que una vez hallado el tesoro, no se vuelven a nombrar. Lugares que ciertamente a veces resultan la casa de un amigo o amiga a la que se entra con una sola misión y se olvida la lealtad que uno debe al vínculo en cuestión. ¿Cómo explicamos a la familia que el desorden de libros en nuestra casa no es un desorden, sino una cartografía de lo que vamos o iremos leyendo? ¿Qué ese amontonamiento de libros sobre la mesa del comedor, o en el escritorio del estudio, o sobre el buró de la cama, obedece a un caos que podríamos explicar en tres rutas sin perder el hilo?
Continúa Ricardo: “Cuando hablamos de literatura obviamos el hecho de que los libros, más allá de servir como instrumento de lectura, también son objetos agradables a los sentidos”. Pienso que muchos de los libros que he comprado al calor de una gran reseña, siguen dormidos en un piso del librero que ahora ya no recuerdo, también pienso en los libros de esa autora mexicana, descatalogada, a la que llegué porque un amigo insistió en que yo leyera y cómo sus libros, apenas tengo cuatro, son quizá la corona de toda mi biblioteca. No son libros a los que he corrido para leer, y sin embargo saberlos bajo el mismo techo, me ha permitido dormir con cierta paz.
Mención aparte merece la observación que Ricardo hace sobre ciertas lecturas. No puede tener más razón. Hay libros que ciertamente merecen su propia medida de tiempo. Libros que, de novela o ensayo, demandan una previa búsqueda de paz, un sosiego que permita comprenderlos y luego empezar de cero olvidándolos de tajo para iniciar otra ruta igual o más dañina. También están esos otros libros, menos demandantes que pueden leerse de manera rápida, aunque no por ello carezcan de su propia dosis de belleza.
Yo por mi lado, asumo que en octubre y sólo en octubre leo en el mood implantado por el mes. No soy una gran lectora de terror y, sin embargo, releo entusiasmada los libros de Stephen King, de Quiroga, y en general todo material que incluya exorcismos. Hago lo mismo en diciembre, aunque con un mismo libro que leo siempre con una copita de rompone. No puedo evitarlo, somos animales, bestias, de costumbres. Y vamos sumando cada año una o varias más.
Escribe Alberto Manguel: “leemos el mar para entrar en él”, “leemos las calles para saber a dónde vamos”, “leemos las verduras en el supermercado para saber si pueden comerse”, yo agregaría: “leemos los libros de una biblioteca para conocer mejor a sus lectores”.
Sé quién he sido estos a través de mis libros, sé quién seré también por ellos. ⚅
[Foto: David Espino]
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