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JL Amaro

Teoría del chaneque

Actualizado: 20 dic 2024

De entre todas las criaturas que habitan este mundo son, quizá, las que caminan en la imaginación, las más extraordinarias. Poseedoras de anatomías extrañas y fuertes, capaces de engendrar vastas tradiciones mitológicas o simples leyendas locales. Cualquiera que sea el caso, repercuten directamente en la visión del mundo, y —me atrevería a decir— en el ser humano.

Al pensar en ello, no puedo evitar recordar mi infancia perseguida por esas criaturas. Una de las más inquietantes eran los chaneques. En algunas culturas, como la Maya o Nahua, desempeñan el noble papel de cuidar los bosques y cenotes. Algunos los llaman Aluxes. Pero, en la región de Tierra Caliente de Guerrero, donde nací y crecí en una familia mestiza, con más ancestros españoles que indígenas, el papel de los chaneques es diferente. Son juguetones, especialmente con los niños que se bañan en las pozas de agua. Como alguna vez lo hicieron mis hermanos, primos, tíos y, seguramente mis tatarabuelos, en aquellas tardes calurosas después de regresar del campo.

Era tradición bañarse en el río después de volver de la cosecha o de traer las vacas a casa. Con la caída del sol y las primeras sombras de la noche, estas pequeñas criaturas salen de entre las enormes ceibas y álamos. Todo lo que sé de ellos, es por las historias que me contaba mi abuela: les gusta jugar con los niños, son invisibles. Si tocan a un niño es porque el niño los hizo enojar. Cuando esto sucede, la víctima regresa a casa con calentura y un cuerpo casi desfallecido. Los chaneques son de temperamento. Pueden agarrarte enojados o jugar contigo. De aquellos retornos de la poza, lánguido y con la cabeza caliente, no dudaban en decir: Eva, a ese guache lo jugaron los chaneques. Y mi madre ponía manos a la obra para curarme.

Recuerdo que alguna vez oí hablar de esto a mi abuelito con su compadre. Me senté en el suelo y los miré hacia arriba, como dos grandes cerros, y entendí otra parte importante del mundo: los que habitan esa dimensión paranormal tienen vicios. Decía mi abuelo que cuando un chaneque se emborracha, se deja ver sin querer, y ese el momento cuando debes actuar y capturarlo. Meterlo en un costal, golpearlo muy fuerte y preguntarle donde guarda el oro. Otra posibilidad es poner en un costal cigarros y botellas de alcohol, colocarlo al pie de las enormes raíces de una ceiba, porque de ahí salen. Sin poder resistirse, el chaneque cae en la trampa. Contaban de personas que corrieron con suerte, lo lograron y se hicieron muy ricos. En ese sentido, los Chaneques pueden ser una forma de avaricia y frustración que se desplaza a otra dimensión para no saturar nuestra ya caótica vida.

Pero las historias que me contaban solo relataban acciones, carecían de descripciones para poder aclarar su apariencia. Esta tarea inconsciente de confección y estética de los chaneques la hice como la mayoría de niños de mi generación. Construí su imagen gracias a la película El duende maldito (1993) del director Mark Jones. Una película que mostraba el arquetipo del duende germánico y una caracterización de lo que se entiende por horrendo. Sin duda, estos films provocaron la reescritura imaginaria de lo que eran para mí los chaneques. Al igual, intentando suavizar los miedos, estas criaturas compartían semejanzas con los querubines plasmados en los frescos de las iglesias y en la mayoría del arte sacro con la que un niño tiene contacto. Mi abuela decía que eran parecidos a los angelitos, pero sin alas y con caras de diablo.

Su presencia iba más allá del terreno de la imaginación. Para curarnos de estar “enchanecados”, nos frotaban la cabeza con ramas de albahaca, un huevo de gallina de rancho, nos aventaban humo de cigarro en la cara y murmuraban una oración desconocida. Nunca alcancé a entender por qué lo decían tan bajito, por qué guardar el misterio. Cuando terminaba ese pequeño ritual, rompían el huevo y buscaban pequeños ojos formados en la yema para saber si se había encapsulado el mal. Si no funcionaba nos cubrían con una camisa sudada de mi abuelo o un tío. Quizá la densidad de una jornada, de las emociones y su agria experiencia, son un remedio contra la inocencia infectada de misticismo.

Pensar en estas criaturas antes me representaba un conflicto. Creces y el mundo se jalonea entre lo fantástico y lo racional. Después encontré una reconciliación pasajera en los procesos de creación artística. Hablo de algunos cuentos y poemas donde estos dos tipos de pensamiento se toman de la mano en un sólo caudal. De cualquier forma, estos seres no dejan de vivir en la imaginación. Misma que es vientre de fluidos elementales; donde todo lo que vive renueva sus células, sus tejidos y una estructura ósea jovial. En el centro de la imaginación nada envejece. Todo es indomable.

Rastrear su origen o intentar desentrañar su ADN mitológico es inútil. Sin embargo, los planteamientos de Lévi-Strauss arrojan luz a esta imperiosa necesidad de la explicación. Por otro lado, ver las propiedades y desencriptar el mito será en vano, siempre que se les observe sin el sentido de pertenencia. Todos los kilos de investigaciones, están destinadas al polvo de la biblioteca.

Los chaneques que recorren los ríos de mi pueblo son parte de una tradición vegetal que se arrincona cada vez más. Testimonio de un imaginario que ha tejido una intrincada red subacuática de miedos que trasmutan en seres de otra dimensión. Como el niño que deja bajo su cama un juguete, y por la noche, teme que cobre vida. Un miedo que, quizá, nos mantenga en la ensoñación cultural de la que abrevamos.

Ya no se trata de creer en ellos, o no, lo importante es el encanto de las historias. De disfrutar la escala de verdes en la atmósfera y el brillo de las monedas de oro en la lejanía. Pequeños pasos apresurados de algo que se oculta entre los árboles y las piedras del río. Pero no los escuchas porque estás bañándote con el resto de los niños, lavándote el ahuate y el polvo del campo.

Cuando volteo a mi infancia, alcanzo a ver un grupo de niños colinos bañándose en la poza, casi al oscurecer, y no sé decir si éramos nosotros o los chaneques. ⚅

[Foto: Gonzalo Pérez]

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