Un Aquiles negro de aletas ligeras atraviesa la avenida con un cigarro amarrado a los labios y dos merlines al hombro ante las palmeras que dejaron de racimar ilusión. Más allá de dos esquinas, hay un desierto extinto de sirenas que apagaban la penuria de los insatisfechos mientras cada día forjan más edificios que entorpecen la balada de las olas que no alcanzan el medio metro.
Esto no tiene lógica entre los parabuses repletos de sueños rotos, amores furtivos y cansancio extremo en los ojos de la clase obrera. Hace tiempo que los huesos de estas personas dejaron de ser hábiles para la tempestad y el calor irascible. Se acostumbraron al aire acondicionado, a la coca-cola light y a un raspado de café a sobreprecio, justo cuando entran a escena los autoservicios donde el salario local termina en bolsillos de la transnación.
Pocas aves de aguas bajas, escasa maleza de flor silvestre y todo seco de almendros y mangos. Los perros ya no ladran de felicidad, sino de encierro entre olor a buganvilia y basura amontonada. Se resquebraja la avenida bajo los pies del mendigo malabarista que, así como puede ser un bufón, podría ser sicario o un muerto de hambre al que le asesinaron al padre mientras germinaba en el vientre.
Y ya no existe la ceiba que sombreaba al lado de la iglesia y uno podía quitarse la gorra o el sombrero sin miedo a la radiación solar; en realidad eran ceibas hermanas, porque había otra, si mal no recuerdo, que daba sombra a ese banco donde las transacciones dejaban desolación y enfrente niños movían la panza o se lanzaban a la podredumbre de las aguas y sacaban monedas de entre la mierda, el plástico y restos de peces muertos.
Aquí dan igual los árboles sin raíz, los cuerpos agotados de tristeza, los urbanos recién incendiados. Pero, oh, aquellas nubes blanquísimas adornando un cielo tan azul que uno olvida que sufre de hambre, de desempleo y de mal de amor y un humor del diablo. Como aquel chico al que su chica le dijo frente a la tarde del Pacífico: “ya no te quiero querer” y entonces aparecieron cadáveres colgados de los puentes, taxistas agraciados en su asiento y pelícanos tísicos que levantaron el vuelo hacia quién sabe dónde.
El mismo camino tomaron los cangrejos en aquel sendero de Majahua y los camarones desplazados de los arroyos, porque las únicas que aún sobreviven al ruido de ciudad (aunque las fotos satelitales la muestran como una bahía), a la dictadura del cemento y a la falta de árboles, son las iguanas que se volvieron plaga urbana entre el drenaje y las casas abandonadas, aunque el Estado las siga protegiendo estúpidamente.
Un tiburón acecha con su mirada melancólica y desafiante, esa mirada tropical y retadora mientras su postura expresa seguridad, ego y confianza en sus habilidades: mirada violenta y postura elegante para declararle la guerra a lo que se ponga enfrente, sólo que los tiburones son animales apacibles y pacíficos; y las mantarrayas vuelan para seducir a su pareja, tener sexo y volver a la profundidad del mar, porque se deprimen en la orilla del mar. Nada de eso sucede en estos tiempos de yates despedazados, palmeras secas y puestos de comida pagando piso.
Puede ser cualquier lugar del mundo, pero si estás ahí, en ese puerto donde desaparecen niñas y esculturas de 17 toneladas como si nada, a quién le importa la felicidad y la tragedia ajenas.
Levanta la mirada: el vapor del calor volverá borrosos a los coches que pasan. La piel negra de las mujeres y los muchachos provocarán infartos de corazón, en cada manzana hay un edificio en ruinas y, para colmo, no habrá árboles, ni plazas selváticas, ni sitio refrescante para tomar sombra. Sólo palmeras decapitadas y un Aquiles negro al que se le han oxidado sus aletas ligeras. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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