[Para Regina y Emilio]
Cada ocasión que me visita mi madre para reconfortarme trae consigo alimentos de nuestro pueblo. Como lo hacía mi abuela, atesora estos alimentos en servilletas y los coloca delicadamente dentro de canastos. En el caso de mi abuela ―campesina y analfabeta, a quien le habría escandalizado la palabra “arte” en relación con la cocina― mucho de su carácter se evidenciaba en la rafia que usaba para envolver, sin adornos y con un nudo preciso, los canastos de comida que me regalaba.
En los años que viví con ella habían en la mesa platillos habituales que me hacían consciente de nuestra pobreza: semillas de calabaza tostadas con sal y ejotes calentanos. Mi abuela echaba tortillas en el comal y preparaba salsa de molcajete para acompañar estos alimentos. El resto de los ingredientes estaban a la mano alrededor del patio: chiles, cilantro, yerbabuena, albahaca y epazote; el agua que bebíamos la transportábamos desde el arroyo. En medio de todo ello mi abuela iba al potrero a recolectar quelites, chipiles, shascua y otras hierbas que hervía para hacer un sencillo y delicioso caldo.
A la falta diaria de carne, la improvisación era el mejor talento de mi abuela en una cocina donde la única garantía era la existencia del nixtamal. Aunque vinieron mejores años estos alimentos nunca dejaron de aparecer en nuestra mesa, quizá porque siempre representaron un manjar y porque guardamos hacia ellos una gratitud ilimitada. Pero también porque mi abuela jamás perdió un ápice de humildad y devoción frente a estos platillos que, por sí solos, hablaban de las dificultades que encontró para sostener a siete hijos y también a nosotros, sus nietos.
Alguna vez mi abuela me mandó a matar a una gallina. Me explicó cómo usar el dedo pulgar en el cuello y con la otra mano girar la cabeza del animal. Mi torpeza y compasión hicieron sufrir largo tiempo a la gallina. Mi abuela me disculpó porque yo vivía en la ciudad. Eso para ella era razón suficiente para ser “malhecho”. Me quitó la gallina y con un solo golpe del dedo pulgar la desnucó. Pero yo, con aquella muerte prolongada, le quité dignidad a la gallina, y de paso le arrebaté los años sencillos y apacibles en el patio.
Mi abuela decía “nance” en vez de nanche, “sandilla” en vez de sandía, “cirgüela” en vez de ciruela, de lo cual sus hijos se admiraban y la corregían, pero yo sospechaba —en su tono— la evocación y el cariño por las frutas, y la relación íntima y respetuosa con los árboles de su casa. Esta misma inventiva y riesgos del lenguaje, también eran naturales en su cocina: incluso en los años de carencia aportaba dignidad a la mesa, porque sabía que tenía un jardín con pinzanes a la mano, y hojas de almendro para preparar tamales nejos. Sabía que al final de las lluvias, cuando todavía apetecía el cielo de nublado, habría calabazas en el potrero.
Nunca supo más de cien palabras, pero le eran más que suficientes para describir el patio, referirse al huerto y nombrar el crecimiento de la espiga. Un lenguaje sencillo que buscaba conciliarse con el entorno, que le da notoriedad a la milpa, su debida individualidad a cada árbol, y al nombrarlos atraía sus formas. Cuando la escuchaba entendía que hay que hablar como se mueve una hoja, incluso de la misma manera como un ciruelo está inclinado: dándose a una gravedad natural. Uno puede fiarse acerca de que un árbol lo ha dicho todo, pero es que no conocemos sus horarios, cómo ocupa el sol la palpitación de sus hojas.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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