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Enrique Montañez

Vita Bona


Eternizados en la imperturbabilidad de los tiempos, los dioses no intervienen en el mundo, nos dice Epicuro de Samos. La realidad se compone exclusivamente de átomos y del vacío. Sólo la materia es eviterna, en cuanto dotada de movimiento íntimo, por lo tanto autosuficiente; y junto con los átomos, conforma la totalidad de lo real, resabios concurrentes de la integridad del cosmos.

Ambos principios son el fundamento del atomismo, pensamiento materialista cuya paternidad se le atribuye a Demócrito, de quien Epicuro se distancia al proponer su filosofía y ética del sensualismo, es decir, que de las experiencias sensoriales en prolepsis deviene el conocimiento de la naturaleza, los conceptos, fuente de la realidad objetiva.

La ética epicúrea establece que el principio y fin de la existencia es el placer, bien primario y connatural de cualquier elección y denegación humana. Entonces, procurarlo y evitar el dolor constituye el propósito permanente de la vida. La eudaimonia [felicidad] es para Epicuro la búsqueda mayor del individuo, la cual debe caracterizarse por la quietud del espíritu [ataraxia] y la ausencia del dolor corporal [aponia].

Empero, el hedoné epicúreo se fundamenta en la obtención de la sapiencia, no en lo sensual por sí mismo, como sería el hedonismo de Aristipo de Cirene, elemental, soez, vinculado a la “concepción canalla de la felicidad”. La quietud y la alegría del alma referidas se logran sólo mediante la voluptuosidad intelectual, es decir, aquellos placeres no inmediatos, del día, sino los que se sacian tras años de dedicación, como los propios del nous.

El hombre sabio, para Epicuro, es quien asume el orden fenoménico de lo que nos rodea a través de los sentidos, instrumentos del pensamiento; es decir, las “apariencias veraces”, que hacen cognoscible el mundo objetivo. Y la sabiduría entraña felicidad y quietud. La tesis epicúrea, luego, se estatuye como una ética filosófica encaminada al desarrollo de la conceptualización de la vita bona.

Y a esa vida dichosa, buena, se tiene acceso si, además, se desprecia cualquier religión, “y sus falsos mitos llenos de amenazas de ultratumba”, epítome de la degradación y vesania más enfermiza. Epicuro nos convoca a la victoria: que el hombre se convierta en su propio dios; y como tal, posibilite la consecución unipersonal del conocimiento supremo y total de las leyes de la naturaleza. Asimismo, que conquiste el placer máximo: la autarquía, el dominio absoluto de nosotros mismos, de los deseos y de las afecciones consustanciales.

También se debe vencer el miedo a la muerte, pues estriba en la disgregación llana de los átomos, por consecuencia, la falta de sensación, id est, la contraposición teórica del atomismo, pues: “Cuando existimos nosotros, la muerte no está presente; y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no existimos”. Epicuro promulga en su epístola a Meneceo que un conocimiento exacto de lo anterior, de que la muerte no debe significar nada, permite gozar a plenitud de la vida mortal, ya que el sabio jamás anhela la inmortalidad. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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