- Florentino Solano
Volvieron a sonar las campanas

Las campanas que cuelgan en las torres de la iglesia de Metlatónoc tienen el sonido más bonito ―quizá porque crecí escuchando estos sonidos― y es casi imposible no poner atención cuando suenan. Cada vez que las escucho vuelven a mi mente recuerdos de la infancia: los domingos de misa, el día que murió mi tío Margarito, el día que murió mi hermanito Fausto ―nunca las oí más tristes que ese día― o ese 25 de septiembre del 2000 cuando el pueblo se enfrentó al ejército en la calle principal del pueblo porque dispararon en medio de la multitud en la procesión de la fiesta de San Miguel Arcángel. Los sonidos de estas campanas están guardados en la memoria del pueblo porque están ligados a nuestro pasado, a nuestra forma de vida y, sobre todo, porque anuncian nuestro nacimiento y nuestra muerte.
Y volvieron a sonar el 27 de febrero de 2023. El repique fue de sepultura porque iniciaba el recorrido de un ataúd de la iglesia al panteón. Un centenar de personas acompañaban a aquel paisano que había fallecido dos días antes, un hombre de apenas veintitantos años que murió por causa de una embolia. Su nombre era Justo, aunque la vida no fue tan justa con él. La procesión había arribado al panteón como a las cinco de la tarde y entre llanto y sollozos de la viuda y de los huérfanos, unos rezos fúnebres del cantor y del sacerdote poblaban el ambiente. El humo de las velas y el olor a incienso difuminaba el olor a sudor que provocó la cuesta del cerro de San Martín antes de llegar al panteón.
Al final de los últimos cánticos, comenzaron a bajar el ataúd hacia la fosa que por la mañana había mandado a hacer la familia del fallecido. Lucio, hermano del difunto, con ojos vigilantes y temerosos de un fugitivo, distinguió por la entrada principal a unos agentes judiciales y unos policías estatales que avanzaban firmes y decididos hacia la multitud. Estaba seguro de que venían por él. Tomó una bocanada de aire en un suspiro y se lanzó al lado contrario en una carrera endemoniada, como si lo persiguiera el mismísimo diablo, sorteando a aquellas personas que intentaban acercarse para dejarle un puño de tierra al ataúd de Justo y brincando sobre las demás tumbas en su camino. En unos cuántos segundos alcanzó el cerco perimetral del panteón hecho con malla ciclónica y de un salto se descolgó al otro lado perdiéndose entre la maleza.
Para ese momento los agentes, con evidente sobrepeso y falta de condición física, apenas habían llegado a la fosa donde el ataúd había fue depositado bruscamente por los movimientos de Lucio al emprender la escapada. Desde algún lado se oyó una voz como surgida desde la mente colectiva, con una fuerza que todos la escucharon: “¡Quieren secuestrar a alguien! ¡Quieren secuestrar a alguien! ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!” Hasta entonces la mayoría de los presentes se dio cuenta de la presencia de varios agentes judiciales y estatales. De inmediato se oyó otra voz: “¡Tengan respeto, malditos, dejen de invadir los espacios sagrados del pueblo! ¿No ven que estamos en un entierro? ¡Malditos!” Y a ésta le siguieron otras voces clamando respeto y justicia. Los agentes se detuvieron en seco, como si el mundo se pausara por unos segundos. Uno de ellos, tal vez de mayor categoría, levantó el arma a la altura de la cintura e hizo un medio giro al tiempo que intentaba balbucear algunas palabras, como intentando explicar que estaban ahí para ejecutar una orden de aprehensión, pero el nervio hizo que todo quedara en el intento. Una voz cercana le gritó: “¡Baja el arma, cabrón, que aquí hay mujeres y niños!” Pero el agente no acató la orden. “¡Baja el arma cabrón o no respondemos!” En lugar de bajar el arma, el agente se movió hacia adelante como buscando esa voz que le indicaba qué hacer. Entonces, como salido de la nada, como un golpe de dios, un puño le alcanzó la quijada haciéndole sacudir la saliva y el balbuceo. Cuando reaccionó ya sus compañeros huían en estampida hacia la entrada donde habían dejado el pickup RAM blanco. Sólo uno de los polis estatales intentó protegerlo de otro puño que buscaba su otra quijada. Miró a su alrededor y los puños venían de todos lados acompañados de reclamos, groserías y escupideras. Sabiendo que no lograría salir vivo de ahí, empujó a su único compañero de batalla hacia la multitud y zafándose de los jaloneos emprendió huida también hacia la entrada por donde sus compañeros ya habían encendido el automóvil. Al alcanzar la puerta del RAM el conductor pisó a fondo el acelerador a pesar de que huían de bajada y cuando llegaron a la carretera federal giraron bruscamente hacia la izquierda tomando dirección hacia Tlapa.
Habían abandonado al último compañero en manos de la multitud enfurecida, quien recibía de todos lados golpes y en todo el cuerpo, intentaba usar las manos para protegerse, pero eran tantos los golpes que fue imposible evitar el daño. En un intento sobrehumano quitó a varios de encima y se lanzó hacia la parte baja del panteón, tras él venían hombres y mujeres lanzando todo tipo de objetos. Mi tía Rufina me dijo, al día siguiente, que vio claramente a un hombre levantar una pocera, casi nueva que usaron para cavar la fosa, y lanzarla hacia el agente que, moribundo, brincó por encima del cerco cayéndose del otro lado en una zanga por donde corría agua en tiempos de lluvia. La pocera pasó rozando el cuerpo del agente y fue a perderse entre la maleza a quién sabe cuántos metros abajo. Otros hombres, también encendidos por la adrenalina y el coraje, brincaron el cerco, lo acorralaron y lo obligaron a entregar el arma. Dándose cuenta de que ya no había escapatoria, se dio por vencido y se dejó capturar. En eso llegaron más personas y arrastraron al agente hacia dentro del panteón a puños y jaloneos.
Ante la mirada atónita del sacerdote y de la viuda, varias voces pidieron que llevaran al agente al crucero de Cochoapa y ahí colgarlo, porque esa es la entrada principal de Metlatónoc y ahí es donde siempre ponen sus retenes los judiciales, la Guardia Nacional, los policías estatales, y cualquier autoridad que, amparándose con el uniforme y el arma oficiales, encontraban cualquier pretexto para sacarle dinero a la población. Uno de los ancianos dijo que eso serviría de lección para el gobierno y sólo así dejaría de mandar a sus perros a agredir al pueblo. Algunas voces femeninas reprobaron la propuesta: dijeron que el pueblo no era igual de asesino que el gobierno, y que los agentes seguramente sólo estaban cumpliendo una orden, aunque no era la forma, pero al final eran perros de alguien más. Además, había que tener en cuenta que a Lucio lo buscaba la judicial, seguramente por algún delito grave y que no se debía proteger a los culpables, aunque fueran nuestros paisanos, porque si había un delito, debía haber una víctima.
En eso estaban cuando llegó la policía local intentando rescatar al agente de las manos de la multitud para llevárselo al Ayuntamiento Municipal para salvar su vida. Que no se preocupara el pueblo ya que permanecería en la cárcel donde sería custodiado hasta el día siguiente para tratar el incidente en presencia de la Síndica Municipal. Diciendo eso, los policías locales arrebataron el cuerpo del agente judicial y lo subieron a su pickup, pero los ánimos encendidos de la gente bloquearon la calle en ambos sentidos para que la unidad no pudiera moverse. Se intentó establecer un diálogo, pero el pueblo pidió que si se quería encarcelar al agente capturado debía ser en la cárcel delegacional de la colonia San Martín, pues no confiaban en la autoridad municipal porque seguramente lo trasladarían de inmediato hacia Tlapa para ser entregado a los suyos. Sin otra opción, los municipales llevaron al prisionero a la cárcel de San Martín, lugar al que también arribó la multitud para cerciorarse de que su voluntad se cumpliera.
Ya en la delegación se reunió la población para preparar las exigencias al gobierno a cambio de liberar al agente. Por supuesto, una de las condiciones sería que todos los cuerpos policiales y del ejército no volvieran a pisar el territorio perteneciente al municipio de Metlatónoc en el futuro. Todos estuvieron de acuerdo. Después de largo rato, poco a poco se fueron retirando del lugar dejando en manos del delegado de la colonia San Martín la custodia del prisionero hasta la mañana del día siguiente.
Sin embargo, sólo pasaron dos horas cuando una llamada desde alguna mansión de Chilpancingo hizo temblar al presidente municipal de Metlatónoc, quien se encontraba en una “gira” en California. Éste inmediatamente llamó a su Síndica Municipal y le dio la orden de que fuera a liberar al prisionero a como fuera y se lo trajera al Ayuntamiento para su resguardo y al día siguiente ser entregado a su corporación policial en la ciudad de Tlapa. La Síndica se armó con todos sus policías locales disponibles y llegó a la Delegación de San Martín forzando al delegado a abrir la cárcel. Finalmente se liberó al prisionero y fue trasladado al Ayuntamiento sin el consentimiento de la comunidad. Los vecinos que se dieron cuenta se reunieron de inmediato y siguieron al convoy hasta la cancha municipal donde intentaron recuperar sin éxito al agente. La Síndica, en un intento desesperado de calmar los ánimos, les aseguró a todos que el prisionero permanecería encarcelado y custodiado en la cárcel municipal, que era para la seguridad de todos por si la corporación estatal intentaba recuperarlo por la fuerza durante la noche. Al final los colonos se retiraron sintiéndose traicionados por su propia gente. A esas horas Lucio se encontraba en alguna casa ajena o en algún lugar en el bosque, tratando de entender aquello que hizo mal en el pasado y que le valió ahora una orden de aprehensión.
A medianoche, traicionando la voluntad de su propia gente, las autoridades locales trasladaron al agente a la ciudad de Tlapa, entregándolo a la corporación estatal y con ello asegurándose un favor importante en un futuro próximo. Así es como en la política se construyen relaciones.
Al día siguiente, desde temprano, los colonos se reunieron en el Ayuntamiento para exigir a la Síndica una explicación por haberse llevado al agente a Tlapa y, con ello, quitándole al pueblo la posibilidad de negociar un poco de paz para la población en los próximos años. La Síndica nunca dio la cara. El presidente desayunaba, a esas horas de la mañana, en algún restaurante en San Francisco, tampoco respondió ningún mensaje de los medios. Luego de largo rato de espera, la multitud se fue dispersando hasta volver a una aparente calma.
Por la tarde de ese día nos reunimos en casa con mi tía Rufina y platicamos de todo lo que había pasado en el panteón el día anterior. Al final mi tía se quedó pensativa y le pregunté sobre ello.
―Es que era una pocera casi nueva, dijo. Y vi claramente cómo la levantó aquel hombre y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el cuerpo de aquel agente aterrorizado ―me dijo.
―¿Te preocupa imaginar el daño que le hubiera hecho esa herramienta al policía si hubiera dado en el blanco? ―le continué cuestionando.
―No ―me dijo―. Me preocupa que alguien más se adelante en volver al lugar a buscar y encuentre tan buena herramienta. Deberíamos ir a buscar la pocera.
Todos reímos y después se fue a su casa. También me hubiera gustado ir a buscar la pocera, tal vez sólo para tener una prueba de todo lo que sucedió ese día. Sin embargo, ya era tarde y hacía más frío de lo normal. Así que nos metimos a la casa donde mi mamá ya nos estaba sirviendo café. En eso volvieron a sonar las campanas anunciando otro muerto en el pueblo. Sentí un escalofrío, pero como nadie dijo nada, yo tampoco. El pueblo muere todos los días, pensé mientras le agregaba azúcar a mi café. Esa noche tardé en conciliar el sueño. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]