No tengo credencial de sirena, le dije para comenzar a contarle sobre lo mucho que me sentía parte de Acapulco y del barrio de La Quebrada, donde mi abuela tenía un departamento que visitábamos a la menor provocación durante cualquier época del año.
En la anécdota le hablé sobre las maquinitas del zócalo El espacial, ese espacio climatizado donde podía pasar horas jugando y acumulando tickets que después podía cambiar por alguno de los regalos que decoraban el mostrador de cristal.
No soy sirena, pero me perdí una vez en la playa de Caleta: caminé sin detenerme, sedienta y con las marcas de los flotadores tatuados en mis brazos hasta Caletilla, en donde un salvavidas me regaló una empanada y me acompañó a buscar a mi familia, que no había notado mi ausencia, porque sabían que lo mío era caminar y jugar en soledad.
Hablamos de los peces sapo que solíamos pescar en el malecón, con una de esas cañas que se vendían en la cercanía. Recordamos el mecanismo simple, pero efectivo: un par de tablillas, hilo cáñamo y trocitos de camarón como carnada.
¿También puedo sentirme parte de esta ciudad, de la memoria colectiva? le pregunté con genuino interés. Nunca me reconocí turista en Acapulco, caminé las calles del centro con la misma tranquilidad que me acompañaba en las calles en Taxco. Fui una niña que salió corriendo para comprar su helado apenas escuchaba cerca el grito del “ay, ay, ay” y nunca perdí la oportunidad de cenar picaditas en el callejón junto al hotel María Luisa, sobre la calle de Azueta; me insolé en un concierto de Fey durante el Acafest y fue en Acapulco, en el Amigo Miguel, precisamente, donde estuve a punto de morir por un shock anafiláctico, cuando descubrieron que era alérgica al pescado.
Si los atardeceres vistos desde el Parque de la Reina, la noche vieja sobre la Costera o la ropa que mi mamá me compraba en Waranguito no me alcanzan para sacar mi credencial de sirena, que al menos me alcancen para la credencial de habitante frecuente. De muchacha que creció en el barrio de La Quebrada, en un departamento junto al teatro Domingo Soler, ubicado en la planta baja de un edificio que, una vez contada toda la anécdota, descubrimos también habitaste tú.
¿Qué probabilidades había para algo así? ¿Para el encuentro fortuito de dos personas que compartieron durante su infancia el mismo sitio y después no supieron el uno del otro hasta veinticinco años después?
Tal vez esto no se trate de nosotros —porque en esta historia voy encontrándote hasta cuando cierro los ojos— tal vez todo esto va sobre la memoria que compartimos de una ciudad, sobre la cantidad de afectos y lazos que se van tendiendo sobre un territorio que otros deciden romantizar, volviendo parte de su personalidad el cliché de la sal, la mentira de la escama y el linaje de tritones, pescadores o sirenas, como si eso volviera más válida su experiencia, más importante.
A fin de cuentas, tal vez todo esto va sobre cómo nos relacionamos con el espacio y el respeto con el que tratamos a las personas que lo habitan, en pretérito o en presente. Entendiendo que también son parte del tejido profundo de una ciudad tan caótica como Acapulco.
Hace un par de años, un amigo lanzó en sus redes una pregunta, que más o menos iba así: ¿con qué canción recuerdan Acapulco? Yo no tardé en responderle que para mí Acapulco sonaba a Mar Sagrado, una de las canciones favoritas de mi abuela, añadí que también sonaba a Eydie Gormé, porque era lo que solíamos escuchar durante el viaje por la carretera federal 95, el camino que conecta a Taxco con el mar. El amigo, muy directo como era, me escribió en privado por aquella red social para decirme que en realidad le interesaba conocer la memoria sonora de los acapulqueños, no de los turistas.
Yo no supe qué contestar, no encontré el tiempo ni las maneras para explicar la relación que tengo con Acapulco, en gran medida porque ni yo misma me había propuesto entenderla o explicarla, porque la reconocía como una certeza que me costaba verbalizar, un cariño muy visceral que me parecía irrelevante para otras personas.
O eso creía hasta ahora que, mirando hacia el pasado e imaginando el futuro, me atrevo a decir que los grandes hitos de mi pueril existencia me alcanzaron ahí, entre el Malecón y La Quebrada, bajo el cielo raso del Oviedo, en Sinfonía del Mar y en el mercado de la Progreso. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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