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  • Alejandro Badillo

Zapatos


Tengo propensión a mirar hacia abajo mientras camino. Ignoro si es una especie de introversión peatonal o un intento inconsciente por evitar aquellas cosas que aparecen al nivel de nuestra cabeza. A veces, por supuesto, mirar hacia abajo evita que tengamos algún accidente o, por el contrario, nos expone al riesgo por nuestro ensimismamiento en baldosas, asfalto, charcos y otros elementos de la geografía urbana a ras de piso. Caminar, a pesar del caos de las ciudades modernas, sigue siendo una exploración, una manera de estar solo mientras llegamos a nuestro destino. Dickens narra, en un ensayo titulado Night Walks, sus descubrimientos al caminar por las calles de Londres para combatir el insomnio. La soledad del paseante está en permanente diálogo con objetos efímeros, pero trascendentes por unos instantes. A veces es una dinámica continua, pero en ocasiones está llena de pausas que sirven para asomarnos a una puerta entreabierta o captar el evanescente olor de la comida callejera.

Las huellas dejadas por nuestros pasos están mediadas por los zapatos. Convertidos en objetos de consumo, es difícil entender su función más allá de la moda. Uno de los testimonios que más me impresionó sobre su importancia es el del escritor italiano Primo Levi en su conocida trilogía sobre Auschwitz. Prisionero en el campo de Monowitz pronto comprendió que, sin unos zapatos adecuados, las heridas en sus pies no cicatrizarían y, tarde o temprano, sería catalogado como una pieza desechable, lista para el exterminio. Los zapatos son la diferencia entre la vida y la muerte. El reportero polaco Ryszard Kapuściński narra en su libro La guerra del futbol y otros reportajes la confrontación armada entre Honduras y El Salvador entre 14 y el 18 de julio de 1969. En un pasaje del texto describe cómo un soldado arriesga la vida para ir a campo abierto y rescatar, en medio de la refriega, un par de zapatos abandonados.

Hay, por último, una idea que me perturba sobre los zapatos: la posibilidad que sean nuestra última huella en el mundo, nuestro último testimonio. Quizás, haciendo memoria, me encontré con ese detonante cuando, aún adolescente, leí las crónicas sobre la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Los testimonios mencionan decenas, cientos de zapatos apiñados en la Plaza de las Tres Culturas. El fotógrafo Jesús Fonseca de El Universal relató, años después, el encuentro con los zapatos de los manifestantes asesinados esa noche. Se preguntó por qué se habían zafado y le dijeron que, por el miedo, los dedos de los pies se encogen entre dos y tres centímetros y al correr quedan abandonados en el piso. El historiador sueco Sven Lindqvist describe un hecho similar en el cruel bombardeo aliado a la ciudad de Dresde, en Alemania, entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuando la guerra ya estaba decidida: zapatos desordenados en el piso mientras las calles y casas arden en la noche. Los sobrevivientes describieron una “tormenta de fuego” sobre ellos gracias a las bombas incendiarias que redujeron a cenizas manzanas enteras. Los zapatos —en medio de la barbarie— quedaron como resistencia ante la muerte, un último recurso ante la desaparición de sus dueños. ⚅

[Foto: David Espino]

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