Lola
- Juan Fernando Covarrubias
- 13 oct
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 15 oct

Cuando llegó el tío Cuco de Yuma, encontró a Lola en el patio, acurrucada entre dos macetones. Eran las cuatro de la mañana y la sintió fría, sudorosa, con la mirada embotada. La tomó de la mano y la llevó a acostar. Revisó la casa y nada faltaba; incluso, ni puertas ni ventanas tenían señales de haber sido forzadas. Pero en los días siguientes las voces que Lola decía escuchar no cesaron. La asediaban a toda hora y en cualquier sitio de su casa. Incluso en el jardín delantero, donde acostumbraba sentarse a ver pasar a migrantes y a ofrecerles agua, un taco, una fruta, ya no podía estar, porque las voces la llamaban desde el interior.
Las señales lo alarmaron, de modo que el tío Cuco pidió permiso en Yuma y la trajo a Guadalajara. La internó en el San Juan de Dios. Ahí estuvo por tres semanas: delirio de persecución, trastorno, esquizofrenia…
En el San Juan de Dios, Lola conoció otro miedo. Tenía veinticinco años y no había estado nunca separada de sus más cercanos: mis abuelos y sus dos hermanas hasta los dieciséis, y en los últimos nueve años con el tío Cuco, primero en el poblado de Magdalena, de donde él era oriundo, y luego en la frontera. Sentía que las sombras en los pasillos del hospital se le echaban encima, que cualquier ruido exterior significaba que venían por ella, que enfermeras y médicos encarnaban una especie de vigilantes que la atormentaban, y que los intervalos de sueño no le bastaban para alejar a aquellas presencias que la habían seguido desde San Luis y se habían instalado con ella en la misma habitación del San Juan de Dios.
Pero lo que le infligió el verdadero miedo fueron los demás pacientes, quienes, como ella, bogaban por abandonar esas aguas profundas que se volvían cenagosas en su cabeza y salir a la superficie, respirar, llenarse los pulmones, abandonar el río y dejarlo atrás. La atmósfera en la que transcurrían las horas era densa, soporífera, caldeada y oscura, únicamente alterada por el ruido monocorde de un televisor encendido en la sala común, al que casi nadie de los internos se molestaba en poner atención más allá de unos minutos, porque pronto desviaban los ojos y la atención hacia otra cosa.
En esa sala había gritos, quejidos, borucas, chasqueos de lengua, rechinar de dientes, algunos minúsculos conatos de bronca, peleas por nimiedades. Todo eso tenía en vilo a Lola. Entró una primera vez allí, y luego no volvió más. Pero a los internos —que estaban en los pasillos, en el jardín, en el comedor, en todos los sitios— sentía que los llevaba encima de los hombros, respirándole en la nuca, pegados a sus talones. A donde iba, allá iban ellos. No la dejaban. Ella quería pasar desapercibida, y no lo logró nunca.
Lola salió del San Juan de Dios más loca de lo que entró, y no podía ni caminar porque sus pies se le habían metido, como si hicieran un movimiento retráctil hacia el interior que le impidiera andar. Mi abuelo la llevó entonces con una mujer curandera de Oblatos, que le dijo que esas voces en la cabeza de Lola estaban relacionadas con su pasado, que ella presumía que había sido tormentoso, y que bastaba con acallarlas para que retomara su vida. Mi abuelo no supo de qué hablaba. La mujer recomendó que Lola se bañara todas las mañanas con agua fría antes de que el sol saliera y que no se secara con ningún trapo; que el agua debía destilar de ella. De ese modo —dijo— las voces la irían abandonando una a una y sus pies se enderezarían.
Desconozco si siguieron aquellas indicaciones, pero Lola recompuso su vida con los años, y hoy es una mujer que, si uno mira con atención, no pensaría que arrastra ese pasado.
En tu agonía, Lola —transida de dolor y desesperación, el rostro lloroso—, no paraba de repetirte: “No me dejes sola”, “¿Qué voy a hacer yo sola? No me dejes”. Se fueron mis abuelos, se le fue el tío Cuco, te fuiste tú; nada más le queda Santos, pero viven en la distancia y sólo ocasionalmente se ven. Lola sobrevive casi sola, atendida por Karitina y sostenida por Pita y Hiromi.
Poco queda de aquella Lola alegre que venía de vacaciones a Guadalajara desde San Luis con el tío Cuco, los dos montados en una vieja guayín café en la que nos llevaban al parque Ávila Camacho, al parque Alcalde, al centro de Zapopan… De esa Lola no queda nada, o quizá sí, pero está muy metida en ella misma; únicamente sobrevive a sus dolencias y enfermedades y para rumiar el recuerdo: duerme con la vista puesta en la que fue tu cama, que está pegada a la suya. Quizá piensa que un día de éstos te despertarás junto con ella, como lo hicieron por tantos años. ⚅
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[Foto: Paul Medrano]







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