Acapulco… esta ciudad monstruo
- Ricardo del Carmen
- hace 1 día
- 3 Min. de lectura

En medio de esta catástrofe pienso en cómo será mi muerte. A veces imagino que llegarán hombres armados y dispararán a quemarropa; o gritarán mi nombre y yo apenas alcanzaré a levantar la mirada. Veré el rostro escaso de mi asesino (porque nunca pienso que será una asesina) y una bala me atravesará la frente. Su cara, una que nunca podré recordar, será lo último que vea de este mundo que fue benévolo a veces.
Cuando voy por la calle observo hacia los lados tratando de encontrar alguna anomalía de lo cotidiano: algún coche de otro color, alguna persona infrecuente. Estoy todo el tiempo en una cuerda floja. Desde que leí La virgen de los sicarios, las motos me alteran los nervios, su ruido perenne me desagrada y, si vienen hacia mí o se emparejan al coche, no dejo de mirarlas.
Al conducir miro por los retrovisores; si algo me sigue por más de tres cuadras, cambio mi ruta. Si la línea persiste intento escapar, huir, como si esto fuera posible en esta ciudad bache.
Otras veces pienso que mi muerte será muy tranquila: yo iré caminando y una sombra caerá sobre mí sin darme cuenta, sin escuchar siquiera una detonación. Quedará en el asfalto la tinta de mi cuerpo bañando alguna jardinera sin ninguna planta desde hace meses, porque hemos abandonado la belleza. Puede que sea en el mercado, en el transporte público, en el taxi o mientras conduzco.
Lo que viene después no lo imagino, hay poco y casi nada después de la muerte. No se me harán homenajes como a Figueroa Figueroa porque me faltó maldad, pero tampoco como a Lucio Cabañas porque me faltó valor. Nadie recordará lo que hice y yo me llevaré las ganas de todo lo que me faltó por hacer. Alguien podrá leer por error algunos textos que escribí y quizás, sólo quizás, aquellos a quienes di un poco de amor, que tomaron de mis labios y del sudor de mi cuerpo, tendrán una lágrima sincera recordando que fuimos un beso posible en medio de la noche. Guardarán en su mente mi sonrisa amplia y explícita, como está guardada en las fotos que dejaré en el álbum o en Facebook. Me gusta mi sonrisa, lo declaro, como a muchos les gustaron mis piernas marcadas por el camino o mi espalda amplia y potente, con las que cargué los problemas de esta tierra.
Habrá también pequeños resquicios de las flores que cuidé, de mi admiración por los helechos prehistóricos metidos en la casa pequeña, una casa que nunca fue mía, una casa llena de bugambilias, mis plantas favoritas porque florecen en condiciones que a todas las demás plantas les serían adversas. Resistentes y hermosas como los lisianthus.
Pero antes de esa cara, la última que veré, también recordaré los campos llenos de gladiolas de don José, el florero; los bulbos en la tierra que luego serán flores blancas, rojas, naranjas, espigadas, subiendo hacia el cielo como vírgenes en asunción. Tenía quizás diez años y enmudecía contemplando las flores bañadas por el rocío, que explotaba en mi pecho con la luz de la mañana. El mundo era tan limpio y nuevo. Al fondo, el ruido del arroyo, frío y transparente, me indicaba el fin del mundo.
Más allá de los árboles, guardianes gigantes, yo sabía que estaba el mar: Acapulco, una ciudad enorme que solo cabía en mis ojos si la veía desde la montaña de mi pueblo. Aquí vendré a caer, aquí dejaré mi cuerpo, pienso, aunque no sé por qué pienso lo que pienso. No le debo nada a nadie; creo que de la abundancia del corazón habla la boca y procuro seguir así. Sea tal vez que esta ciudad monstruo todo devora: el tiempo, el espacio, los cuerpos exhaustos; la tierra, el aire, las flores. ⚅
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[Foto: Irene Tornez]







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