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Acapulco se fue a la yumba

  • Jacinto Arriaga
  • 6 oct
  • 3 Min. de lectura
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La escritura llega aquí con el desastre mismo. El poema ocurre mientras el viento parte árboles, mientras los animales buscan refugio, mientras el cableado muerde el pavimento y las avenidas se abren como costras húmedas. Huracán Antipoema es una escritura a ras de un Acapulco caído, con los pies en el lodo y el oído pegado a lo que todavía murmura entre los escombros. Un puerto que se fue a la yumba.

Abraham Truxillo no escribe sobre Otis. Escribe con sus restos. Cada sección se mueve como una onda expansiva, como si al poema le faltaran techo, luz y coordenadas. Este libro está azotado por una voz que resiste, que inventa un lenguaje con los materiales del colapso: boletines rotos, sarcasmos de noticiero, fragmentos de memoria, súplicas mínimas, frases de redes sociales, listas de lo que ya no está.


“Las carreteras están destruidas. Los puentes, colapsados. El aeropuerto, bajo el agua.”

Bajo esta afirmación se sostiene una poética donde cada frase parece recogida de lo que flota después del golpe. El poema escucha al puerto que balbucea desde sus márgenes: al vecino desaparecido, al río que se desborda, a la palmera arrancada, al burro de La Roqueta, a las ceibas tiradas como muebles viejos. La voz del libro se hunde en un mapa destruido y mira desde abajo.

El gesto más fuerte del libro es su conciencia. El huracán es una señal de algo que ya venía podrido. Las frases se presentan sucias, torcidas, con la precisión de lo que fue vivido. En Huracán Antipoema nadie salva a nadie, y todo habla. Hablan los animales del acuario, las lagunas arrasadas, las estatuas babeadas por el turismo, los restos coloniales, la política convertida en sarcasmo de red social.


“¿Alguien sabe cómo están los perros callejeros, los gatos de la playa, los caballos de calandria…?”

El humor es un ritmo vital. Raspa. Nace del enojo y de la claridad. La ironía aquí no se acomoda en juegos de ingenio: funciona como denuncia, como desmontaje, como herramienta de quien ya lo ha visto todo. Los comentarios que se cuelan en el texto son documentos de una furia organizada en fragmentos.

La estructura del libro es la del derrumbe. Cada parte levanta su propio modo de respiración. Hay transmisiones interrumpidas, reclamos, profecías, advertencias. El poema tiene múltiples registros y una misma temperatura: la de la intemperie. El libro entero podría gritar sin perder el sentido.


“Del narcotráfico en el puerto mejor no hablar. Por su integridad y por la mía, un candadito nos vamos a poner.”

Truxillo trabaja con un archivo disperso. No lo ordena, lo deja correr. Arma una escena donde la crítica se hace con los residuos. Documenta una pérdida larga, colectiva, impune. Acapulco no aparece como víctima ni como postal: aparece como una ciudad que ha sido abandonada muchas veces, incluso antes del viento. El poema reconoce en ese abandono la forma principal del desastre.

Hacia el final, la chilena a Nicanor Parra cierra el ciclo sin impostación. El libro no se pliega al homenaje y entiende el gesto. La poesía aquí no se piensa en términos de tradición, sino de uso. Las palabras se ponen en movimiento porque aún pueden hacer algo, aunque sea escribir esto: “Se fue a la yumba / el puerto entero.”

Huracán Antipoema funciona como testigo. Su potencia está en no temerle al exceso ni a la mancha. Lee el desastre como síntoma de un ciclo. Y ante ese ciclo, compone su propio archivo. Uno en donde las ceibas también merecen ser contadas, y las cuijas preguntadas, y el silencio de los gobiernos apuntado con nombre y sarcasmo.

Este libro tiene cuerpo. Tiene oído. Tiene calle. Y mucha urgencia. Aquí se escribe para que no pase del todo el olvido, para dejar registro de que algo se rompió y alguien estuvo ahí, con palabras que aún sabían mantenerse de pie. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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